Por Alfonso Díaz de la Cruz
La importancia de cerrar bien las puertas y ventanas al salir de casa radica, no tanto en evitar que los amigos de lo ajeno ingresen a la misma y la vacíen, sino en impedir la entrada de algo que, si bien es mucho menos probable que ingrese, sí que es algo inmensamente más problemático.
Naturalmente estoy hablando de los gigantes.
Estos singulares seres aprovechan cualquier resquicio, cualquier pequeña abertura en la ventana para colarse al interior de las casas e instalarse cómodamente dentro de ellas.
Aunque al haber pocos gigantes, la posibilidad de que esto ocurra es casi nula. A nadie le resultaría grato regresar de su jornada laboral, agotado y con ganas de descansar, y encontrarse con que justo ahí, al lado del sillón de la sala o debajo de la cama de la alcoba principal, plácidamente hay sentado un gigante. Evidentemente el descanso tendría que posponerse.
Y no es que sean peligrosos —no, señor—, que sus veinte metros de altura y su aspecto grotesco no induzcan al engaño. Los gigantes no son en lo absoluto peligrosos o violentos como han mostrado a lo largo de los años la televisión y los cuentos de hadas.
Los gigantes son más bien del estilo bonachón: nobles y callados, y tienden a quedarse muy quietecitos una vez que eligen un lugar cómodo dónde asentarse.
Además, son sumamente inocentes, por no decir ingenuos, al grado que resulta ser toda una proeza poder convencerlos y hacerles entender la imposibilidad de que se conviertan en huéspedes permanentes de las casas invadidas.
Aquí es donde radica la importancia de cerrar bien las puertas y las ventanas, ya que una vez ingresado el gigante hay que explicarle y convencerlo de que salga y, logrado ello, se presenta un problema de proporciones colosales, una verdadera odisea que le expongo a continuación a mi querido lector: si los gigantes miden en promedio veinte metros de altura y las puertas de entrada miden en promedio solamente dos, ¿cómo haría usted para sacarlo?
Es, sin duda, algo complicado.