Por Alfonso Díaz de la Cruz
Embrollo Brazoslargos era un niño muy inteligente que gustaba mucho de ir a la feria.
Cada que la feria se instalaba a las afueras del pueblo, era uno de los primeros niños en colocarse al frente de la fila del carrusel, de los carritos chocones, de las tazas locas y, cómo no, de la rueda de la fortuna. Esta atracción, en particular, era su favorita (a veces hasta se subía dos veces), pues podía contemplar desde las alturas al pueblo entero y al valle que lo circundaba.
Le gustaba, sobre todo, subirse a la rueda de la fortuna a la hora del atardecer, pues a esa hora el sol coloreaba las nubes de azul, rosa y morado y él sentía que podía tocarlas con sólo estirar sus brazos.
Y, es que, Embrollo Brazoslargos en realidad no se llamaba así; pero le decían “Brazos Largos” porque, además de ser inusualmente alto para su edad, tenía unos brazos tan, pero tan largos que parecían llegar hasta el suelo.
Pues bien, a Embrollo Brazoslargos le encantaba la feria. Lo único que no disfrutaba era la comida que allí se vendía. A diferencia de las ricas golosinas que se pueden encontrar hoy en día, en aquella época había bocadillos completamente diferentes: brochetas de ajo empanizado, cebolla cruda en cubos aderezados con mostaza, y atún bañado en chocolate; delicias de las que Embrollo Brazoslargos no era un entusiasta aficionado.
Si tan solo pudiera cambiar eso, pensaba, la visita a la feria sería simplemente perfecta. Y no nada más para él. Por lo que podía leer en los ojos y en los gestos de los demás niños cuando comían sus golosinas, si es que se les podía llamar así, ellos también eran de la misma opinión.
No es que fueran del todo malas: considerando la alimentación regular que llevaban a base de caldos de nabos, aquellos bocadillos se presentaban como verdaderos manjares, no ya por lo sabrosos que pudiesen ser (que no lo eran), sino porque les daban oportunidad de salir de la rutina alimenticia en la que se encontraban. No podían quejarse. Sin embargo, algo en su interior les decía, especialmente a él, que podía haber algo más, que se podía hacer algo más, pero… ¿qué?, ¿cómo?
Cavilando en estas cuestiones culinarias Embrollo Brazoslargos se subió por segunda vez a la rueda de la fortuna. Ahí, lejos del suelo, podría pensar con mayor claridad. Se subió a su cabina, y se dispuso a relajarse y disfrutar de su viaje. Cerró los ojos. Comenzó la ascensión y extendiendo los brazos sintió cómo el viento acariciaba su rostro. Sintió que volaba. Sonrió. Abrió los ojos y pudo contemplar el pueblo, el valle y, más allá, el sol ocultándose que iluminaba las nubes. Las nubes… las nubes… ¡las nubes!, ¡pero claro!, ¿cómo pudo no haberlo visto? ¡Si todo mundo lo sabía y la respuesta estaba allí, delante de todos! ¡Si era sabido que la luna era de queso, también era sabido que las nubes estaban hechas de algodón de azúcar! ¡Y las nubes estaban todos los días allí, sobre ellos! ¡Solamente tenía que idear una manera de bajarlas! ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?
En estos pensamientos se encontraba Embrollo Brazoslargos cuando el paseo llegó a su fin. Bajó de su cabina y, rápido como un rayo, se dirigió corriendo a su casa donde, sin apenas saludar a sus padres se encerró en su habitación y se puso a flexionar sobre estas cuestiones. Al terminar de flexionar sobre ellas, lo volvió a hacer, es decir: reflexionó. Y reflexionó sobre las nubes, sobre el algodón de azúcar, sobre la posibilidad de bajarlas. Nadie lo había hecho, pero algo en su corazón o quizás en su paladar o en su estómago, le decía que no desistiera, que era posible y, además, necesario.
Comentábamos que Embrollo Brazoslargos era, además de inusualmente alto para su edad, un niño muy inteligente; por lo que no le fue difícil al día siguiente construirse un avión. De madera, pequeño, con las medidas justas para que cupiera dentro de él, con las piernas flexionadas. Las alas pequeñas, muy pequeñas, y en niveles. Dos niveles de alas. Y una cola de avión, pequeña también. Bien visto, parecía un huevo con pequeñas alas y ruedas. Como un abejorro con alas planas. Vamos, que todos los ingenieros aeronáuticos del mundo habrían afirmado que volar en un aparatejo como ese sería algo no solamente riesgoso, sino también imposible.
Afortunadamente, Embrollo Brazoslargos no era ingeniero aeronáutico. De lo contrario, su aventura hubiese terminado en ese momento y no estaríamos contando esta historia; sin embargo, la estamos contando, lo que quiere decir que su aventura no terminó ahí. Todo lo contrario, ahí comenzó. Se calzó su gorro de cuero café y sus lentes de vuelo, también con una tira de cuero café, y abriendo la ventana de su habitación se subió a su armatoste volador y lo encendió. Con muchos ruidos y esfuerzos, como si fuese una cafetera a punto de arrojar los residuos de café y las tuercas, el avión no solamente encendió y avanzó ante la mirada expectante de sus padres que entraron a su habitación al escuchar el ruido. El avión voló. Salió por la ventana y se elevó, hacia las nubes del horizonte.
Eran, en términos aeronáuticos, las 1900. Es decir, la hora del atardecer. La hora en que el sol coloreaba las nubes de colores azules, rosas y morados. La hora en que se decidiría el futuro de las golosinas de las ferias. Armado con sus Brazos Largos y muchos, muchos palitos de madera, largos también, Embrollo se encaminó hacia las nubes y se perdió en medio de ellas. La gente allá abajo miraba expectante.
Desde abajo, no podían ver todo lo que estaba pasando.
Estirándose en el avión y estirando sus largos brazos, Embrollo encajaba los palitos de madera sobre las nubes y, enrollándolos sobre ellos mismos arrancaba pedazos de nube que metía al momento en bolsas de plástico, para conservarlos a salvo en caso de que lloviera. Durante todo el atardecer se dedicó a ello y al caer la noche llevó las nuevas golosinas a la feria.
Lo que ocurrió después es por todos conocido. El éxito fue tan contundente y aplastante que Embrollo tuvo que hacer muchos, muchos viajes más durante muchísimas tardes seguidas para recolectar algodones de azúcar que vendía gustoso en la feria. Con el tiempo, tuvo que construirse más aviones y contratar a nuevos pilotos. Los requisitos eran sencillos: personas inusualmente altas que tuvieran los brazos tan, pero tan largos que parecieran llegar al suelo. Su Compañía se volvió tan exitosa que, al poco tiempo, comenzó a incursionar con manzanas clavadas en un palo que bañaban en la mítica cascada de caramelo que se escondía en una de las islas lejanas.
Actualmente, en todas las ferias se puede encontrar este tipo de golosinas. Poco a poco el atún enchocolatado, las cebollas con mostaza y los ajos empanizados fueron perdiendo terreno hasta ser completamente reemplazados por los algodones de azúcar y las manzanas acarameladas a las que estamos habituados. Y, aunque nadie los ve, todas las tardes se elevan en distintos puntos del mundo varios aviones, como escarabajos con alas, que llevan señores altos con brazos largos que recolectan las golosinas y que, sin que nadie los vea, se disfrazan de señores bajitos, regordetes y con bigote que venden sus deliciosos manjares a los niños de todas las ferias.
Es, sin duda, la Compañía Aérea más dulce del mundo y las ferias son, sin duda, más dulces gracias a su constante trabajo.