Autora: Alborada Olivares
Como arquitecta y mexicana, no puedo evitar emocionarme e ilusionarme con el tema: lo que nuestra cultura representa; darme cuenta de que cada monumento es una fiel muestra de quien lo construyó, de lo que fuimos y lo que nos ha traÃdo hasta aquÃ.
Para el filósofo Antonio Caso, el destino del mexicano es ser profundamente humano, siempre ser para los demás, antes que ser para uno mismo. Quise compartir esta reflexión, porque creo que es una definición precisa de nuestro pueblo, de nuestra personalidad, de nuestras expresiones artÃsticas o artesanales, empezando por la arquitectura. Porque hablar de arquitectura colonial mexicana es hablar de pasión, fortaleza, carácter, gruesos macizos y románticos vanos, de detalle, piedra, tierra y paja. También es hablar de amor por la vida y piel curtida por el trabajo; de sudor y ojos arrugados, huaraches de cuero, heridas y cicatrices; de un pasado y un presente no muy contrastantes, con muchas historias que contar, con una actitud siempre resistente; de un pasado y un presente, llenos de intensidad, color, dinamismo, esencia, calidez, sonrisas suaves y brazos profundamente cobijadores.
Ambos, arquitectura y pueblo, reflejados. Ambos, hijos de una cultura surgida de una inevitable fusión. Nos convertimos en eso: mexicanos. Acostumbrados al constante cambio, pero manteniendo, inconscientemente, contacto con la raÃz. Asà nace, también, la manifestación de una vida cotidiana del mismo pueblo, sus tendencias, sus costumbres, sus necesidades, su forma de sentir, su manera de vivir.
¿Por qué al entrar a la casa antigua de la abuela sentimos tanta armonÃa? ¿Por qué el centro histórico de la ciudad sigue siendo nuestro paisaje favorito? ¿Por qué al viajar de punta a punta, recorriendo cualquier sitio de nuestro enorme terreno nacional –incluso sin saber con precisión dónde estamos– nos sentimos igualmente en casa? ¿Por qué cada nuevo conocido se siente como hermano? ¿Por qué, después de tanto tiempo, tantos cambios, tantas prisas y tecnologÃas, seguimos siendo de tierra, adobe, cantera, campo, musgo, mezquite y agua?
De vez en cuando, nos olvidamos de que cada pieza colocada 500 años atrás por unas manos callosas, por un ser –seguramente– lleno de sueños y cansancios, bajo un sol que lo observó, bajo una luna que lo arrulló, no es del todo un recuerdo lejano y ajeno. Olvidamos que la lÃnea está marcada, en forma recta y sin escalas, desde esa pieza, desde esas manos, desde ese dÃa, hasta hoy, hasta ahora, nuestro ahora.
Tal vez por eso, al entrar a la casa de la abuela, nos sentimos en armonÃa. Tal vez por eso cada rincón de México se siente como estar en casa. Tal vez por eso cada mexicano se siente como hermano. Tal vez por eso seguimos sintiendo que cada grueso y alto muro pintado de color naranja intenso nos representa, aun tantos años después. Porque el mexicano siempre será asÃ: cálido, de bases sólidas, de inicios sencillos y naturales, de finales sorpresivamente detallados.
Indudablemente, al encontrarnos frente alguna ex hacienda, finca, capilla o casa habitación, nos conectamos con estos espacios. No importa si es de dÃa, si es de noche o si el mundo ha cambiado. No importa si estamos en Tijuana, en Jalisco o en Mérida; si estamos en el desierto, en la selva, en la costa o en el bajÃo. Cada arquitectura nos identifica, nos envuelve, nos habita y nos representa, asà como cada nuevo amigo se convierte en nuestra familia, nuestro núcleo, nuestra gente. Porque la arquitectura siempre estará ahÃ, tangible y viva, legado palpable de la riqueza de nuestro patrimonio, enorme en diversidad, para mostrarnos de dónde venimos, de qué estamos hechos; a pesar de saber, también, que el paso del tiempo nos convierte, nos transforma, nos adapta.
Rodeados de simbolismo, misterio e historia, la arquitectura mexicana nos obliga a aislarnos, no sólo del exterior, sino también de pensamientos, actitudes y vanidades. Se nos muestra imponente, franca y honrada en su exterior, pero tierna y suave en su interior. Nos ofrece un tÃmido rayo de sol cada mañana; fresca en los dÃas de verano y acogedora en noches de invierno. Nuestra madre con olor a tierra mojada, a naranjo, a hierba, a humedad y a madera, trabajada artesanalmente y a detalle, hecha con vigor, fuerza, coraje, sudor y sangre, para, irónicamente, ofrecernos paz, tranquilidad, abrigo y calor. En ocasiones, llena de arrugas y de grietas, pero aún orgullosa y de pie, siempre digna, aunque la muerte esté cerca. Siempre dispuesta a los demás, a pesar de sus dolores; siempre abierta, con una sonrisa liviana y melancólica, en forma de hogar, adornada de buganvilias y cactus, o en forma de carne y hueso, ataviada de trenzas y bordados, igualmente admirables y respetables.
Porque todos hemos sido y pertenecido a una caricia tibia. Porque todos la hemos ofrecido o recibido. Porque somos de abuelas luchadoras y valientes, que nos despidieron siempre con un afectuoso beso. Porque hemos sido hijos de una cocina donde se hacen tamales para todo aquel que decida llegar. Porque hemos sido arropados por cuatro paredes que no hablan, pero que al respirarlas nos hacen sentir protección desde el dÃa que se construyeron, acompañándonos hasta hoy.
Orgullosamente mexicana, Alborada Olivares Pérez.
Cada arquitectura nos identifica, nos envuelve, nos habita y nos representa, asà como cada nuevo amigo se convierte en nuestra familia, nuestro núcleo, nuestra gente.