Por Alfonso Díaz de la Cruz
Fue hace tanto tiempo que ya no recuerdo con exactitud cuándo ni dónde compré el hábito.
Se encuentra ya desgastado y sucio, pero poco importa, jamás me interesó lavarlo ni remendarlo y, si he de ser fiel a la verdad, la gente tampoco se fijó mucho en esos detalles. El efecto era casi inmediato y, por mucho que los valientes pretendieran enfrentar la situación, ninguno, en todo este tiempo, pudo acercarse a mí con éxito o tan siquiera sostenerme la mirada por más de medio minuto. Al cabo, sus piernas comenzaban a temblar, el horror los invadía y, muertos de nervios (o miedo, mejor dicho), terminaban huyendo, algunos con una disimulada sonrisa, otros, los más, corriendo despavoridos.
Todo comenzó como una broma, pero conforme pasaban las noches y veía los rostros y, sobre todo, las reacciones de la gente, comencé a disfrutarlo como nunca había disfrutado nada en mi vida. Era un gusto morboso, lo reconozco, que me generaba un placer tan grande que no podía, en ninguna circunstancia, permitirme faltar al ritual que, para mí, se había convertido en mi haber diario. Más que un gusto se había tornado en una necesidad.
Aunque desteñido ahora, el hábito en un principio era negro y ataviado con él decidí, hace muchos años, pararme frente a mi ventana, sin más luz que la que una diminuta lamparita arrojaba tímida hacia mi silueta, y observar, con el hábito monacal puesto, a mis vecinos pasar durante una hora entera (de 10 a 11 de la noche).
Buenos, como siempre han sido para meter sus narices en donde no debían, al cabo de unos cuantos minutos del primer día el primer vecino, un chamaquito de unos 10 u 11 años me vio y, tras atragantarse con las papitas que se estaba comiendo, salió despavorido gritando que en la casa del vecino del 312 había una aparición, un monje o algo así. Bastó eso para que cada noche, con escepticismo algunos y con mucho morbo, otros, se pasearan «disimuladamente» frente a mi casa para contemplar aquel ser de ultratumba que, sin moverse ni pronunciar palabra alguna, los contemplaba impasible desde la penumbra.
El efecto era aún mayor, porque los vecinos me tenían en buena estima y, ante mis reiteradas negativas de haber sentido, visto o escuchado algo, o siquiera estar en casa en algunas de las noches mencionadas, la leyenda de la aparición fue adquiriendo una popularidad que se extendió como el fuego por la pólvora.
Sin embargo, con el paso del tiempo dejó de ser novedoso y, por aburrimiento algunos, y por religioso miedo otros, las visitas al porche de la casa se tornaron cada vez más y más espaciadas; sin embargo, esos mismos intervalos hacían que las personas que por primera vez se acercaban a contemplar mi ventana, dieran muestras de horror que a mí me generaban más y más placer. Yo, impertérrito, los veía huir y, por debajo de las sombras, sonreía.
Creo que era lo que más disfrutaba, verlos marcharse. Algunos de ellos, incluso, lo hacían para nunca más volver.
Así fue diariamente mi habitar en la ventana hasta que un buen día (o noche) pude contemplar también cómo yo me marchaba para nunca más volver. Suena raro, lo sé, pero alrededor de las diez con cuarenta y cinco minutos, mientras cumplía cabalmente mi turno en la ventana, fui testigo de cómo yo, ese vecino afable que todos tenían en alta estima, abandonaba la casa y se alejaba, al igual que los incautos a los que durante años había asustado, para nunca más volver.
Fui testigo de mi huida, en lo absoluto despavorida, tajante y definitiva. Cuando perdí de vista mi silueta en lontananza, sentí que algo se quebraba dentro de mí y, por primera vez en todos los años que llevé a cabo la macabra broma, sentí miedo; un miedo que se trastocó en pavor cuando, fijando mi vista en el cristal de mi ventana, pude ver en su reflejo todo el interior de mi habitación con excepción de mi propio reflejo.
Una lágrima me invitó a moverme de ahí y salir corriendo en pos de mí, pero no pude hacerlo, el magnetismo que la broma había generado en mí me impidió abandonar mi puesto.
A partir de entonces, no sé cuánto tiempo hace que continúo parándome, fiel a mi horario, en la ventana de mi cuarto. Ya no busco espantar a nadie. Solo contemplo el final de la calle con la esperanza de poder atestiguar mi regreso.
No sé si estoy muerto, lo único que sé es que de verdad espero volver a verme.