Nota Web | Septiembre | 2021
Por Alfonso Díaz de la Cruz
Mara nunca se mostró especialmente interesada en temas que tuviesen que ver con la ciencia. No es que los desdeñara, pero —de acuerdo con sus palabras— aquello era información que le superaba, pues le costaba mucho procesar y entender todos aquellos términos y fórmulas que hablaban de distancias, elementos y equivalencias. Aquello estaba bien para los que sabían, pero a ella —se decía a sí misma— lo que le importaba y apasionaba era nadar, nadar y soñar.
Mara tenía 23 años y, viviendo en el mar y sin tener responsabilidades considerables, se pasaba gran parte de sus días nadando. Era una nadadora nata y no pocos se acercaban a ella para pedirle que les enseñara a hacerlo o, simplemente, para admirarla nadar. No solamente era buena, lo hacía con un garbo tal que hubiese dejado en ridículo al más grande de los nadadores o a cualquier sirena de la que se hubiese escrito alguna vez. Además, era algo que disfrutaba hacer. La relajaba, la hacía sentir libre, la hacía sentir viva. Nadaba como pez en el agua.
Cierta tarde, por motivos azarosos, a sus manos llegó una revista de mitología y ciencia y, estando el mar picado, imposibilitándole nadar, se puso a hojearla. En realidad, lo hizo para matar el tiempo más que para estudiarla o aprender de ella; sin embargo, conforme fue adentrándose en sus páginas, se vio envuelta en una especie de curiosidad —de esa que llaman científica— que le hizo devorar artículo tras artículo. Sencillamente quería conocer, quería saber más.
Fue de ese modo que llegó al artículo de las sirenas, donde, palabras más palabras menos, leyó que en realidad estas no existían, que lo más probable es que las sirenas mitológicas no fuesen más que manatíes y que, de acuerdo con la ciencia, la existencia de estos seres como se conciben en los libros y en las películas, sería imposible (o sumamente poco probable), debido a algunas complicaciones de sistemas y aparatos respiratorios que incluirían bronquios y branquias por igual, además de que se tendría que aceptar la teoría de algún primate acuático primitivo que no solo hubiese migrado al mar, sino que, además, hubiese evolucionado para adaptarse a vivir en el mismo. Los científicos eran tajantes en ello: no había evidencia ni motivo lógico para siquiera contemplar dicha posibilidad. La conclusión del artículo de la revista era categórica: las sirenas no existían.
Mara cerró la revista con un regusto agridulce en sus emociones. Por un lado, se sentía contenta porque, aunque no se trataba de una revista con muchas palabras extrañas, había entendido los argumentos científicos que en ella se presentaban, y eso la hacía sentir feliz; sin embargo, descubrir que las sirenas no existían, le generaba una opresión en el pecho que estaba más allá de la tristeza. Era vacío, desasosiego, desesperanza.
El sol se ocultaba en el horizonte. Sus rayos se reflejaban en el espejo del mar en calma y en las escamas tornasoles de la cola de Mara que, tras emitir un suspiro que infló al máximo su torso desnudo, abandonó la roca en la que se había recostado, adentrándose en lo más profundo del océano, allá donde las sirenas vivían. En su camino rompió la revista en mil pedazos. No permitiría que sus congéneres supieran que, científicamente hablando, su existencia era más que imposible.