Nota Web | Septiembre | 2021
Por Alfonso Díaz de la Cruz
A Tláloc lo conocí cuando apenas era un cachorro, después de una lluvia torrencial que había azotado el norte de la ciudad. Estaba todo desmarañado y mugroso, escarbando por entre la basura del terreno baldío que hay detrás de mi casa, buscando un poco de comida. Pese a lo callejero, no parecía ni triste ni asustado; tenía esa chispa que transmiten los perritos que aparecen en los comerciales de papel higiénico, aunque fuese de una raza diferente. Era un husky, me dijo después el veterinario cuando, pese a las quejas de mis padres, lo recogí y lo llevamos a que lo revisaran y lo vacunaran antes de adoptarlo definitivamente.
Lo llamé Tláloc y, a partir de ahí, nos volvimos inseparables. Era un perro muy entendido y alegre, y seguía las indicaciones sin chistar. Salvo cuando por alguna razón dejábamos la reja abierta y se colaba como rayo para correr libremente por la calle —supongo que recordando viejos tiempos— y salíamos todos con el Jesús en la boca a perseguirlo, temerosos de que algún coche lo atropellara. Pese a su pasado callejero, no conocía ni dimensionaba los riesgos que implicaba el salir de casa sin su correa. Jugueteaba, era todo, pero no por ello los riesgos disminuían.
Al poco aprendimos que bastaba con lanzar alguno de sus juguetes para que regresara corriendo a tomarlo y a entregárnoslo en nuestra mano para que lo volviéramos a lanzar. No es que se escapara cada tercer día, pero de esa manera supimos cómo regresarlo a casa sin que sus escapadas se volvieran una persecución peligrosa y él descubrió un nuevo juego: muchas veces bastaba apenas salir de casa para detenerse y voltear hacia la casa esperando el lanzamiento de su juguete. Movía mucho la cola. Creo que esos juegos eran algo que le gustaba sobremanera.
Hubo una ocasión, muchos años después de su adopción, en que las cosas se salieron de control. Se me escapó a mí, por lo que no puedo culpar a nadie más, ni siquiera a Tláloc, que ya estaba habituado a esas situaciones.
Como cualquier fuga corriente, Tláloc aprovechó un resquicio en la reja que dejé emparejada para salir como rayo a la calle. Como cualquier fuga corriente, dejé lo que estaba haciendo y, tras insultarlo mentalmente, tomé uno de sus juguetes y salí tras él. Ahí estaba, a unos quince metros de la casa, volteando hacia la reja, meneando la cola, esperando alegre el tradicional ritual de rescate. Aventé el juguete, Tláloc se acercó corriendo a él, pero no lo tomó entre sus fauces ni se acercó a mí; muy al contrario, apenas olisquear el juguete, se alejó a toda prisa de donde se encontraba y, unos metros más allá, se detuvo nuevamente meneando la cola y sonriendo. Volví a aventar el juguete, volvió a olfatearlo, volvió a huir acercándose cada vez más hacia la avenida principal.
Después de varios intentos y viendo el peligro inminente, opté por dejar el juguete donde estaba e ir tras él que, ignorando por completo mis gritos desesperados, emprendió una carrera a toda velocidad hacia la bullida avenida que, a hora pico, no presagiaba nada bueno.
—Pinche Tláloc ─musité mientras corría calle abajo, justo antes de escuchar el rechinar de los frenos de un coche que, avistando al perro que corría despavorido por entre el tráfico, intentó a toda costa evitar la catástrofe.
Cerré los ojos, contuve el aliento, y escuché el impacto. Solo recuerdo que sentí que mi corazón se apachurraba todito todito.
El Tláloc se salvó, pero a mí me jodió la vida, al menos por algún tiempo. Resulta que el Roger, el distribuidor de drogas de la colonia, se había comprado (o le habían regalado, nunca supe bien) un carrito último modelo, de esos que son más caros que varias casas en conjunto y que, apenas estrenándolo, se encontró con un perro que corría despavorido por la avenida sin que hubiese muchas posibilidades de salir bien librado. En un acto de buena fe o de buenos reflejos, el Roger alcanzó a dar un volantazo justo a tiempo para evitar el trágico desenlace, salvando de esa manera al Tláloc, estrellando su auto en la pared de una llantera que por ahí había.
Cuando pasó el momento aciago y asegurándose de no tener más que el susto y el auto destrozado, el Roger se bajó del auto, tomó a un asustado Tláloc y me lo devolvió a la par que me hacía una oferta que no pude más que aceptar.
─O trabajas para mí hasta pagarme todos los daños o te quiebro en este momento las piernas ─dijo tajante.
Y yo, que quería mucho a mi perrito, pese a todos los sustos que durante su vida me dio, y que quería seguir jugando con él, opté por conservar las piernas.