Por Alfonso Díaz de la Cruz
El muchacho se despierta tarde, como de costumbre, para ir a trabajar. Se despereza lentamente y, a regañadientes, se obliga a sí mismo a levantarse de la cama y encaminarse al cuarto de baño para darse una rápida ducha. El agua está fría, por lo que la deja correr un poco. Mientras espera, se dirige a la cocina donde se prepara un café que acompañará con un par de galletas rancias que tiene en la alacena. Definitivamente, la crisis también ha golpeado su bolsillo y las pocas reservas están por agotarse.
Mientras apura su café percibe un olor muy intenso y desagradable. Se dice a sí mismo que, aunque sean los últimos víveres, regresando del trabajo hará una limpieza general para sacar lo que sea que se esté descomponiendo allí dentro.
Al terminar el café regresa al cuarto de baño y, ahora sí, se ducha rápidamente.
Al cerrar la llave de agua, escucha un ruido proveniente de la sala y el olor desagradable se le presenta aún más intenso.
Sin terminar de secarse, siquiera, sale rápidamente del cuarto de baño y se dirige a la sala de su casa. Es entonces cuando lo ve. Grande, majestuoso, calmado, con una luenga barba que casi llega a rozar el suelo, examinando cautelosamente cada uno de los cojines de los sillones, se yergue frente a él un mítico elefante mágico.
Pese a conocer la leyenda (que ha sido contada de generación en generación por toda su familia y por todas las familias del pueblo), el muchacho se impresiona. No es lo mismo tener la información empírica de un extraño ser mágico, a ver uno en vivo y a todo color frente a tus narices, que no dejan de percibir el nauseabundo olor, en la sala de tu casa.
Como es natural en estos casos, el muchacho se queda en shock unos instantes, los suficientes como para que el elefante repare en él y le haga una seña, a modo de saludo, con la trompa, para después seguir, como si nada, explorando los cojines de la sala.
Esto le permite al muchacho respirar y recobrarse, al menos, de una manera inicial, de la impresión que le ha dejado tal hallazgo.
Rompiendo el trance, hace memoria de lo que le leyenda dice. Palabras más, palabras menos, y si su memoria no le falla, quien quiera que se encuentre con un elefante mágico ha de lazarlo de la trompa y, entonces, el elefante le concederá cuantos deseos se le ocurran a quien lo lace; por lo que, sin hacer ruido siquiera, aguantando la respiración para no distraer al elefante, el muchacho se dirige al cuarto de los triques, donde entre otras muchas cosas, hay una cuerda desgastada. La toma entre sus manos y, formando un lazo, se dirige hacia la sala donde el elefante se ha sentado cómodamente sobre uno de los cojines y con los ojos cerrados medita profundamente.
Es la oportunidad perfecta para lazar la trompa del elefante y cumplir todos sus deseos. Cautelosamente se acerca al elefante y, antes de lanzar el lazo, se detiene a contemplarlo. Aún no cae en la cuenta de que el desagradable olor ha desaparecido.
Observa sus colmillos, su larga trompa, la barba que cae del sillón, la enorme frente que parece un tanto desproporcionada para las dimensiones del elefante, las arrugas que surcan su rostro, las ojeras debajo de sus ojos de elefante.
Bien visto, bien visto, no parece ni tan mítico ni tan mágico, sino que más bien parece un elefante feo. Muy feo. Pero por alguna extraña razón no puede dejar de verlo.
Observa la calma con la que respira. La paz que transmite. La sonrisa que se dibuja en sus labios. Pareciera que, pese a lo feo y pese al hecho de que en cualquier momento puede ser capturado, el elefante parece ser un elefante apacible y feliz. Y eso cautiva al muchacho. No podría, no podría de ninguna manera romper esa paz y esa felicidad que se respiran en la sala. Ahora sí, el muchacho hace conciencia de que el mal olor se ha ido y, tras exhalar un suspiro, sonríe junto con el elefante mientras sigue contemplándolo extasiado, hasta que éste lo interrumpe:
—Si no vas a hacer nada con ese lazo más que quedarte allí parado con tu cara de tonto, será mejor que te sientes en uno de los cojines y medites conmigo.
Apenado y sintiendo que ha hecho el ridículo, el muchacho se sienta atropelladamente en uno de los cojines que el elefante no ha utilizado y trata de imitar la postura del elefante para meditar junto a él.
Abriendo sus ojos cada tres o cuatro segundos, lo mínimo para comprobar que el elefante siga allí, el muchacho trata de copiar en todo al elefante. Sin embargo, es evidente que es un ignoto en la materia de la meditación, porque por más que lo intenta, no consigue alcanzar esa paz y esa felicidad que el elefante irradia.
Después de varios intentos, el muchacho logra calmarse a sí mismo y quedarse con los ojos cerrados en profunda meditación. Cuando, pasados unos minutos, abre nuevamente los ojos, se encuentra con que el elefante no se ha ido y que sigue en la misma postura, con la misma respiración calmada y la misma sonrisa de felicidad plena en los labios que se irradia por toda la casa.
El muchacho sabe que ha de marcharse a trabajar y que, a fin de cuentas, no le corresponde distraer de sus labores al mítico elefante mágico que, seguramente, está haciendo lo que los míticos elefantes mágicos saben hacer. Por tanto, el muchacho se incorpora sigilosamente, termina ahora sí de vestirse y, sin hacer ruido apenas, se marcha de la casa dejando en ella al elefante que medita.
Cuando, por la tarde, el muchacho regresa a su casa, el elefante ya se ha ido. Los cojines se encuentran acomodados, la casa limpia y, justo en el medio de la sala, una piedra roja, como rubí, que reza así:
“Quienquiera que se encuentre con un elefante mágico, ha de dejarlo ser y no lo utilizará para provecho propio. Cada uno tiene sus dones y cada uno utilizará los suyos propios para recorrer su camino. Cada uno respetará los dones ajenos, pues de esa manera serán más útiles para el mundo.”
El muchacho entiende. Toma la piedra entre sus manos y la lleva al pecho. Se siente cálida y transmite paz. Es un buen regalo, se dice. A fin de cuentas, la mayoría de las personas desean la paz y casi nadie ve cumplido ese deseo.
El muchacho sonríe.
Su sonrisa se incrementa cuando, al entrar a la cocina, se encuentra con que las galletas rancias han desaparecido y en su lugar hay una nota de agradecimiento por el alimento, de parte del elefante, y un par de paquetes de galletas nuevos.
El muchacho se prepara un café y lo acompaña con un par de estas galletas.
Una suave sensación de paz se respira por toda la casa.