Por Joaquín Cruz Lamas
Tengo una confesión que hacer: casi todos los días consumo una droga. A veces lo hago en las mañanas y a veces lo hago después del almuerzo. Si es antes el desayuno, le agrego un poco de leche; si es después de comer, prefiero tomarla negra – como mi alma, según dice el refrán. Así es, muchos ya saben a qué droga me refiero y seguramente más de algún lector pensó “bueno, pero eso no es una droga o, al menos, no es una de verdad.” Algo de razón tiene, quizá no es tan fuerte como otros narcóticos; sin embargo, al ser una substancia que altera el estado de conciencia de quien la consume, sí puede considerarse como una droga en el sentido más científico de la palabra. Es importante recordar ese detalle, no para provocar controversia, sino para entender cómo es que el café tiene una historia tan simpática y anecdótica.
Los granos de café fueron descubiertos originalmente en Etiopía. Nadie sabe a ciencia cierta cómo fue el proceso mediante el cual alguien se dio cuenta de que, al tostar los granos y colocarlos molidos en agua, se producía una bebida con un aroma exquisito y un efecto estimulante. Uno de los primeros registros que se tienen de su existencia es un conjunto de manuscritos del siglo XV, escritos por monjes sufíes – tradición mística islámica – de Yemen. La palabra árabe que se usaba para denominar a la bebida era “qahwah,” que significa “estimulante.” Su uso se difundió rápidamente en el mundo árabe, ya que se le consideraba un sustituto del alcohol, sustancia prohibida en aquellos reinos y que, por cierto, también altera el estado de conciencia. En 1511, se intentó prohibir su consumo en el mundo islámico, ya que, al ser un estimulante, se temía que constituyera un factor en contra del orden público. Sin embargo, la bebida era tan popular que la medida no prosperó.
Se cree que el café llegó a conocimiento de los europeos gracias al botánico alemán, Leonardo Rauwolf. Originalmente, en los países protestantes se veía con sospecha y desaprobación a la bebida, ya que se le consideraba, al igual que al tabaco, como una sustancia peligrosa por sus efectos. El mundo católico también recibió con sospecha al café. Sin embargo, todo cambió cuando el Papa Clemente VIII probó la bebida y quedó encantado con ella. Tal fue su fascinación por la nueva sustancia que tomó una medida radical para que los cristianos gozaran libremente de ésta: decidió bautizarla simbólicamente, eliminando así cualquier cargo de conciencia que pudiera derivarse de su consumo y dejándonos a las generaciones futuras un exquisito legado.
“La palabra árabe que se usaba para denominar a la bebida era ‘qahwah,’ que significa ‘estimulante.’”
Joaquín Cruz Lamas