Por Alfonso Díaz de la Cruz
Toda su vida dijo que era un economizador de labores y energía, así, contaría con la suficiente cuando fuera menester emplearla. Eso decía, aunque sus compañeros de trabajo —pues carecía de amigos— siempre tuvieron la cortesía de ahorrarse el eufemismo y llamarle como lo que era: un reverendo flojo.
Fuese cual fuese la situación, el economista ─como le apodaban ─ siempre encontraba —o intentaba encontrar— la justificación perfecta para desatender las tareas que le eran asignadas y, si no podía librarse de ellas, terminaba haciéndolas de muy mala gana, quejándose de las muchas nimiedades que le eran requeridas. Por eso, a diferencia de la mayoría de las personas, que se quejaron amargamente ante el confinamiento derivado de la pandemia, a él le cayó como anillo al dedo y se alegró sobremanera por la oportunidad que la vida le presentaba. Al trabajar en casa, se decía, no se veía obligado a levantarse por la madrugada para bañarse, vestirse formalmente y manejar dos horas hacia su oficina donde pasaría encerrado ocho horas realizando una labor que bien podía realizar en casa, sin contar las dos horas que el regreso implicaba. Ahorrar tiempo y ser igual de productivo sin salir de su hogar era algo que durante muchos años había argumentado y, ahora, gracias a la contingencia global, podía realizar.
Sin embargo, la flojera que le impelía no tardó en hacerse presente y, al cabo de un par de semanas, se percató de que era una pérdida de tiempo bañarse y cambiarse para realizar su trabajo. Si nadie podía verlo ni hacía actividad física, razonaba, bien podía omitir la ducha y llevar a cabo sus labores desde la comodidad de su cama.
Así lo hizo y durante un par de semanas más, en las que acercó el microondas y el frigobar (dotado de comida rápida y de bebidas energizantes) al costado de su lecho, se dedicó a trabajar desde la comodidad de su cama; sin tener que salir de su alcoba podía alimentarse y cumplir con sus labores, mismas que interrumpía solamente para ir al baño.
Aunque eso último le exigía un gran esfuerzo, lo hacía con una regularidad que logró postergar hasta día por medio, con la finalidad de ahorrar energía y esfuerzos. Al final, también desistió de dicha conducta y con la aparente simplicidad que implica una sonda, redujo toda su actividad a las cuatro paredes que conformaban su habitación.
Fue tanta su comodidad —o su orgullo propio— que ignoró o no se dio cuenta del enquistamiento que estaba generando con su cama, hasta que fue demasiado tarde.
Cuando, después de algunas semanas sin saber de él, sus compañeros de trabajo acudieron a su casa, no encontraron en su alcoba maloliente nada más que comida echándose a perder y una computadora portátil sin batería descansando sobre una cama por demás desarreglada.
Nadie supo jamás que la cama terminó por engullirlo.