Por Salvador Chávez
Rondaba mi edad los 15 años, justo en la época de la pubertad. Mi familia, más bien, mis padres al fin habían tomado la decisión de mudarnos de ese lugar. Saldríamos de aquel barrio tan peligroso, donde el pan de cada día eran las entregas de droga, las riñas y los cristalazos. Mi padre, harto de tener que reemplazar las ventanas del auto, y mi madre, al borde del pánico por un reciente asesinato en la zona, no dudaron en preparar las maletas cuanto antes. A una mujer embarazada le habían arrebatado la vida a golpes, con una pala. Al parecer, un arranque imparable de odio por viejas peleas entre vecinos llegó a las peores consecuencias.
Aquí, en cambio, nadie juega con las amenazas, solo con balones.
Este nuevo fraccionamiento, al que llegamos, lo recuerdo relucir por la ausencia. La falta de personas y hasta de servicios públicos eran características que saltaban a los ojos. Recién comenzaba la constructora a ofrecer los inmuebles y ni si quiera el alumbrado público estaba en funcionamiento. Aún gran parte del terreno destinado a este brote rural se encontraba llano; tampoco había muestras de cimientos por ningún lado, solo habían levantado un par de calles con casas contiguas a sus costados.
Una edificación que lucía muy antigua resguardaba el área donde iniciaba la avenida principal, pero a mis hermanos y a mí nos parecía un simple templo, del que sobresalía ese hermoso campanario por el que se filtraban los rayos del sol y dibujaban luceros que pegaban en la tierra. Mi madre, demasiado sagaz, nos mentía.
—Luego iremos a misa a la capilla —nos protegía a nosotros, sus hijos, de la verdadera naturaleza de aquel lugar y de lo que se escondía entre sus muros.
En mi calle, solo un par de casas albergaban habitantes. Solíamos salir a jugar un poco, mientras esquivábamos tractores y maquinaria pesada, para regresar a casa en cuanto se ponía el sol, ya que, sin luz, la oscuridad en la cuadra abrazaba duro la pupila y no nos permitía ver más allá de nuestras narices.
Con el paso del tiempo, forjamos amistades con los niños que llegaron junto con sus familias. No tardamos nada en aventurarnos a conocer los alrededores de este territorio nuevo que nos ofrecía un sinfín de atractivos destinos, entre rancherías, un arroyo, la sola mitad de un puente que se alzaba y que conectaría con la carretera federal, además de una pequeña cancha de futbol dentro del parque del fraccionamiento vecino. Y esa capilla.
El magnetismo de su campanario nos atraía, como si sus campanas resonaran en nuestros oídos, llamándonos (aunque en realidad nunca las vi moverse).
De cuando en cuando, extraños vehículos visitaban el lugar.
Esa tarde noche nos acercamos. Las puertas nos recibieron cerradas de par en par y a pesar de nuestros esfuerzos, no encontramos forma de entrar y ya el sol amenazaba con ocultarse detrás del cerro del muerto.
—¡Oigan! —un llamado de atención por parte de una voz adulta casi nos saca el corazón del pecho— ¡No deberían estar aquí a estas horas! Es un lugar peligroso para niños como ustedes.
Un señor se detuvo a unos cuantos pasos de nosotros, montado en una bicicleta. Parecía regresar de su jornada laboral, vestía un uniforme que relacioné, en ese momento, al servicio de entrega de correos. Una gorra cubría su cabeza y parte de su rostro. Como ya caía la noche, no pudimos ver su cara, ninguna boca parecía pronunciar la advertencia que tan solo unos momentos atrás nos habían dirigido.
—Está bien, señor. Ya nos iremos —mi amigo tuvo el destello de valor para responder.
Aquel hombre, inmediatamente se impulsó hacia adelante y con ambos pies en los pedales continuó su camino, cruzando a solo unos pocos centímetros de nosotros. Su paso generó una corriente de aire helada que nos entumeció los carrillos. Lo vimos alejarse y desaparecer entre la maleza.
—¿Lo notaron? —agregó otro de mis amigos.
—¿A qué te refieres? —le pregunté.
—Me pareció que sus ruedas no tocaban el piso —me respondió con un débil hilo de voz.
Después de algunos años, supimos qué era ese lugar. Esa estructura era el cementerio municipal de la ciudad, donde terminaban resguardados los restos cremados de todas las víctimas de accidentes o de quienes fallecían por cuestiones naturales, pero que jamás habían sido identificadas y que nadie reclamaba o buscaba nunca, que habían sido abandonados, olvidados por sus familias.
Ese lugar ya no existe. Fue derrumbado después de —me imagino— reubicar todos los restos que aún ahí se conservaban. Ahora hay más hogares sobre ese terreno, pero espero, con toda fe, que aquellas personas, sin nombre, sin familia, y sin llanto que los limpie del purgatorio, ni rezo que los extrañe, encuentren el lugar de reposo eterno que se merecen.