Nota Web | Noviembre | 2021
Por Rubén Andrés Moreno de la Rosa
¿Dos discursos de odio?
No cade duda de que América Latina es una sociedad desigual, donde los recursos económicos se encuentran concentrados en manos de pequeños grupos de personas y la gran mayoría de la población se encuentra en condiciones de pobreza, privada de lo necesario para cubrir sus necesidades y hacer planes respecto a su futuro.
Por ello, esa parte de nuestro continente que excluye a Estados Unidos de América y Canadá se ha configurado como una sociedad sumamente inestable en lo que concierne a los efectos económicos y la constante posibilidad de una futura crisis, siempre a la vuelta de la esquina. Algo similar ocurre en los asuntos sociales y políticos, pues en prácticamente todos los países de Latinoamérica las instituciones lucen vulnerables e incapaces de satisfacer las necesidades de la población, aunado a la sensación de ser víctima de la violencia, presente en todo momento en la piel de cada latinoamericano que da un paso fuera de su casa.
Esta inestabilidad y falta de certeza sobre el futuro generan en la población un miedo profundo y permanente que afecta, por un lado, a las personas de edad avanzada, que temen perder lo mucho o poco que lograron construir durante su vida, y, por otro lado, a los jóvenes, que se enfrentan a un futuro en el que no tendrán las mismas oportunidades que sus antecesores.
Considero que este miedo constante —y en ocasiones subconsciente— se vincula a tres elementos fundamentales: la ira, la envidia y, en particular, la culpa. Ante nuestra necesidad de encontrar a un responsable en quien descargar nuestras frustraciones y racionalizar nuestros temores, las personas desconocidas y en particular quienes nos resultan diferentes por su condición socioeconómica se han convertido en el objetivo de nuestro rechazo y escarnio.
Lo anterior nos ha llevado a elaborar dos discursos de odio: el odio de la gente que tiene recursos en contra de los que no (los pobres), y el discurso de las personas que carecen de recursos en contra de quienes sí los poseen (los ricos).
Los de arriba vs los de abajo y viceversa
En primer lugar, me referiré al discurso de odio en contra de los pobres, que además de ser monológico —y en muchas ocasiones, irracional— parte de la idea de la desaparición del individuo como persona en sí misma. En suma, esta concepción del individuo lo recontextualiza como el representante de toda una colectividad a la que se le atribuyen determinadas características y responsabilidades de situaciones de las que difícilmente podría culpársele (violencia, corrupción, crisis económicas, fraudes políticos, etc.) y, más grave, sin que se establezca ningún vínculo causal que sustente en un marco legal dichas acusaciones.
Este discurso de odio, donde los pobres han sido históricamente culpables, en ningún momento niega las condiciones desiguales de la sociedad ni pretende mostrar a Latinoamérica como un espacio donde las oportunidades y recursos se distribuyen equitativamente. A pesar de este reconocimiento, se plantea la idea de “Si yo pude superar esto, ¿por qué ellos no?”, lo que finalmente deja implícito el mensaje de que los pobres se encuentran en esa condición porque fundamentalmente quieren estar en ella o porque carecen de la voluntad suficiente para salir de dicha situación.
Por otra parte, existe un segundo discurso de odio, que esta vez va de abajo hacia arriba y que parte de la siguiente premisa: “No solo tengo envidia de lo que tú tienes, sino que creo que no lo mereces y además siento que yo lo merezco más”.
A pesar de las muchas características que comparten ambos discursos, fundamentalmente se distinguen en que el primero se enfoca en lo que la gente hace o no hace, mientras que el segundo se centra en lo que la gente tiene. Estos planteamientos son igual de irracionales, pues presuponen que la totalidad de un grupo de personas puede culparse de las acciones que lleva a cabo uno de sus miembros.
Replantear el discurso
Todo esto lleva a construir un escenario de desconfianza y acusaciones constantes, donde existe un resentimiento de la gente, dirigido en contra de las clases sociales que se encuentran ya por encima, ya por debajo de quien emita la crítica. Este hecho ha llevado a una polarización de la sociedad, a una sobresimplificación de las relaciones sociales —donde unos son los buenos y otros, los malos— y a una mayor dificultad para tomar decisiones de manera colectiva que podrían efectivamente mejorar las condiciones de vida de todos.
Por ello, resulta necesario un replanteamiento de esta situación. Debemos comprender que una afirmación como el que todos los pobres son pobres porque quieren es tan irracional como el planteamiento de que todas las personas que tienen recursos los obtuvieron de maneras indignas o ilegales. Es momento de abandonar la idea de que puede culparse a la totalidad de miembros de un grupo a causa de las acciones de uno solo de sus miembros.
Todas y todos debemos asumir el desafío y la responsabilidad de generar condiciones que promuevan un mayor acercamiento y nos conduzca a una mejor comunicación y entendimiento, pues de una u otra manera la presencia de cada uno es necesaria para el correcto funcionamiento de la sociedad y, por supuesto, para generar políticas públicas que tomen en cuenta los intereses de todas y todos.