Nota Web | Septiembre | 2021
Por Alfonso Díaz de la Cruz
Mi abuelo solía contarme que en la plaza principal del pueblo, la que está frente a la parroquia, instalaron una especie de obelisco pequeño junto a una placa que decía —palabras más, palabras menos— que todo aquel que tuviese un pecado inconfesable y que pese a lo solícito de los amables sacerdotes no se atreviese a revelarlo, podía acceder a la indulgencia plenaria con tan solo acercarse al monumento y, cerrando los ojos —de todos es sabido que la fe se manifiesta mejor si se tiene los ojos cerrados—, confesaba el pecado. Así, bajito, sin que nadie pudiese oírlo, pero verbalizándolo.
Sin que los pobladores tuviesen plena consciencia del significado de las palabras “indulgencia plenaria”, pero confiando en don Cayetano, señor culto y letrado que entendía de esas cosas y que años más tarde se convertiría en mi abuelo, entendieron que si no querían contarle nada a los padres, porque había pecados que les llenaban la cara de vergüenza, podían acudir a la plaza y, como quien no quiere la cosa, acercarse disimuladamente al obelisco y confiarle su secreto.
Así lo hicieron. Al principio, claro, por temor a las miradas inquisitivas de los vecinos de aquel infierno grande, los pecadores comenzaron a realizar sus acercamientos en horarios nocturnos, pero al cabo de una breve temporada en que casi todos se encontraban en sus rondas de ida o de vuelta al confesionario, los rostros que pretendían pasar desapercibidos comenzaron a reconocerse y, pasada la vergüenza inicial y viendo que no había vecino que no fuera a confesarse al monolito, sacerdotes incluidos, la peregrinación se hizo también común en horas diurnas donde, educadamente, entre vuelta y vuelta a la plaza, se acercaban a la piedra a depositar sus secretos.
A raíz de este fenómeno hubo cambios significativos en el pueblo. El principal de ellos fue, sin duda, el hecho de que la gente dejó de ir a confesarse a la iglesia. Si podían confesar algunas cosas en privado, decía doña Remedios, ¿por qué no hacerlo con todas? Así nomás hacían un viaje y se ahorraban la fatiga de cruzar hasta la parroquia que, dicho sea de paso, poco a poco vio mermados sus ingresos, puesto que los pobladores, en dejando de lado las confesiones directas, dejaron también la regularidad en su asistencia a misa.
Caso contrario fue lo que ocurrió con la cuenta bancaria de don Cayetano, mi abuelo y dueño de la gaceta quincenal del pueblo. Al ser también el primer hombre en conseguir una grabadora en el pueblo, mandó construir un pequeño obelisco en donde pudiera disimular el micrófono con el que registraba las confesiones de los incautos pobladores y, tras extraer las ocultas revelaciones que en él habían sido depositadas, publicarlas abiertamente en su gaceta, que pronto pasó a convertirse en el diario oficial del pueblo. Los vecinos lo compraban ávidos de chisme y, si acaso reconocían su nombre entre sus páginas, lo negaban todo, diciendo que eran puras habladurías. No se atreverían a reconocer lo que en secreto habían confiado con la esperanza puesta en la “indulgencia plenaria”.
Mi abuelo, devoto como siempre fue, terminó confesando su treta en la parroquia, ante un solícito sacerdote que resguardaría por siempre su pecado, sujeto al secreto de confesión.