Nota Web | Septiembre | 2021
Por Alfonso Díaz de la Cruz
Ayer, cerca de la media noche, una bruja llamó a las puertas de mi casa.
Acompañada de su hija y ataviada con una playera sucia y unos jeans desgastados —no había que dar indicios de que se trataba de una bruja— tocó insistentemente la puerta de mi casa, pues mi hogar no tiene timbre. Luego de verme asomado por la ventana, me pidió un vaso de agua para que ella y su hija pudiesen saciar su sed.
Accedí al momento. La literatura clásica nos ha dado muestras muy diversas acerca de las desgracias que pueden suceder si uno no se muestra hospitalario con las brujas; una maldición se hace presente y un sinfín de infortunios recaen en la vida del pobre diablo que se niegue a otorgarles ayuda y, como yo no quería convertirme en uno de esos pobres diablos, me apresuré a darle un vaso con agua, del que apenas tomó un pequeño sorbo antes de que su hija lo bebiera copiosamente, y le contesté un par de preguntas acerca de la disponibilidad de renta de la casa de al lado. Tras finalizar el pequeño interrogatorio, y sin dejar de mirarme a los ojos, me devolvió el vaso, agradeció mi ayuda y se marchó caminando con parsimonia por la larga y solitaria calle, en compañía de su hija, hasta que las dos figuras fueron envueltas —o devoradas— por la oscuridad de la noche sin que entre ambas mediara palabra alguna.
Yo me quedé en el umbral de la puerta observando cómo se alejaban, perdiéndose en lontananza.
La prueba de que se trataba de una bruja auténtica es que sobre mí no recayó ninguna maldición y mi vida sigue como si nada, prueba irrefutable del éxito de mi hospitalidad. Además, estoy casi seguro de que bien vistas, bien vistas, a la distancia y a la luz de la luna se podía ver cómo un par de cuernos sobresalían de sus cabezas.