Por Katya J. Orozco Barba
Hace algunas semanas, esperaba a un niño de 6 años para jugar con él y escucharlo. Su tía me comentaba que era muy descuidado: en la escuela rompía los materiales, no cuidaba los juguetes y había cierta torpeza en sus movimientos y eso mismo pasaba últimamente en casa.
Al llegar, él se tropezó con un adorno de vidrio que estaba cerca de la puerta, el adorno cayó y causó mucho ruido, el niño se fue de bruces al suelo: se sentía avergonzado –o al menos eso parecía– de haber tirado el adorno.
–¿Estás bien? –le pregunté. Él levanto la mirada y preocupado preguntó:
–¿Lo rompí? –parecía que su pregunta era más urgente que la que yo le había hecho.
Días después, en una videollamada, hablábamos de los cuentos y de que a él le gustaría mucho tener uno: lo invité a inventar un cuento y dibujarlo; así lo hizo. Un poco antes de terminarlo, el pequeño me dice:
–Mira, quiero mostrarte algo. Es algo que me gusta mucho.
En seguida, mostró una barra de pegamento que su tía recién le había comprado.
–¿Qué es? –pregunté.
–Es un pegamento para pegar cosas. Mi tía me lo compró para la escuela.
De inmediato, pensé en la pregunta que anteriormente había hecho: “¿Lo rompí?”.
Algunas semanas después pensé en la queja que la tía reportaba de las maestras, “Es muy descuidado”, y, en efecto, es muy descuidado… ¡pero por su madre, por supuesto!
El pequeño había sido abandonado por su madre y, posteriormente, por su padre: lo dejaron en una azotea junto con sus dos hermanos, sin más comida que croquetas para perro. Era el colmo de los colmos que se le pidiera cuidado de las cosas, sin antes considerar si alguien anteriormente, había cuidado su corazón, un corazón de solo seis años.
La familia tiene una función imprescindible en el desarrollo del niño, el amor, la protección y la socialización. Ahora bien, si la familia no ha cumplido dichas tareas, existe un posible segundo espacio: la escuela. No obstante, algunos “maestros” han colocado una vulnerabilidad en el niño, pues se “castiga en nombre de la educación” al hacer de esta relación una violencia simbólica, donde la “autoridad” no es cuestionable.
La familia es la cuna de nuestra cultura, de la adquisición de valores, de la moral y, definitivamente, influye en nuestro rol posterior en la sociedad.
No hay que olvidar que un niño castigado y humillado en nombre de la educación interioriza muy pronto el lenguaje de la violencia y de la hipocresía y los interpreta como el único medio de comunicación eficaz. La violencia no tiene su génesis en el ADN masculino, sino en el nicho familiar: madre-padre-hermano-hermana.
Podemos concluir que la semilla de la violencia está en la familia. La casa debería ser el terreno de cultivo de lo más generoso para el ser humano, el territorio del amor, de la seguridad y de la protección contra las agresiones del mundo exterior.
Hay muchas interpretaciones y reflexiones de lo que el pequeño comparte; no obstante, hoy me detengo en la siguiente: qué fortuna la del niño de descubrir su capacidad de romper. Quizá en un futuro, logrará también romper sus miedos, logre romper cadenas de injusticia e hilos con los que se teje la violencia.
Más allá de mirar el estado de los objetos rotos, mirar el estado del corazón de quien los rompe, de quien los une, de quien los “descuida”, quizá así, escuchemos más que solo ruido en los tropiezos o miremos la inocencia antes de asignar la culpa.
Invito al lector a mirar su propia familia, el lugar que en ella ocupa y, sobre todo, invitarlo a romper dinámicas violentas, de desigualdad, de abandono; a acompañar a los niños a construir la propia experiencia de la aventura de existir.
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