Autora: Katya J. Orozco Barba
La violencia también es fruto de la omisión
El confinamiento ha producido diversas reacciones en la población: no solo ha azotado más duramente a las comunidades en situación de pobreza y vulnerabilidad, sino que ha provocado que se agraven las desigualdades existentes, al afectar la salud mental, el comportamiento de las personas y agudizar las manifestaciones de violencia en sus diferentes formas.
Existe la idea de que las amenazas a la “paz” provienen de aquellos grupos humanos que conocemos en menor medida: terroristas, inmigrantes, jóvenes desempleados, delincuencia organizada, entre otros, cuya característica consiste en haber roto y vulnerado los esquemas sociales mediante el ejercicio de la violencia; sin embargo, quizá las amenazas son –y serán– aquellas que la mayoría de nosotros no podemos definir con precisión: la desigualdad social, el cambio climático con sus efectos medioambientales y sociales, así como la impotencia política colectiva.
Si queremos contribuir a una sociedad más equitativa, el fin prioritario que hay que buscar –y que tenemos delante– es la reducción de la desigualdad, porque, hoy por hoy, no solo el acceso a los recursos –incluso los más vitales, como el agua– es más difícil para algunas personas, sino que existe, asimismo, una distribución no equitativa de los derechos. Este escenario conduce a conflictos y, con ello, a la violencia. En este sentido, la desigualdad y la exclusión además de generar problemas económicos y de gestión social, también agudizan las tensiones y la desintegración social.
A simple vista, podría pensarse que la mayoría de los conflictos sociales ocurren entre grupos de “clases” o de “ideologías”, pero tal vez el origen de estas desigualdades se remonte al seno del hogar, las aulas de clase, el patio de la escuela y los lugares de trabajo.
Si bien existen discusiones bajo las cuales se afirma que la violencia permea y tiene origen desde un “sistema”, lo cierto es que este supuesto ha inspirado una lucha lejana, compleja, impotente y desentendida para muchos. Por eso, mi propósito a través de estas líneas consiste en suscitar en la conciencia del lector una reflexión en torno a los espacios educativos y familiares en los que el recurso del diálogo se ha ido relegando para dejarle lugar al silencio y a la omisión. Es importante que se nombre la violencia en sus múltiples disfraces: la burla, la agresión física, la exclusión en los recreos, en el juego; el hostigamiento, ignorar al prójimo, entre otros.
Desde la infancia, nos toca trabajar en distintas dimensiones: mirar, señalar y sobre todo intervenir en los acontecimientos violentos que tienen lugar entre hijos, hermanos, compañeros de escuela e, incluso, de trabajo, todo ello desde del diálogo, una virtud que ofrece grandes posibilidades de cambio. De este modo, fomentaremos en el corazón y en la mente de los niños un espíritu dispuesto a la conversación y a la construcción a partir de lo que significa reconocer las diferencias. En este sentido, no debemos perder de vista que lo que pasa en micro, también sucede en macro.
Resulta urgente establecer nuevas narrativas, abrir paso al diálogo, a la conversación entre humanos. Mucho se ha escrito, hablado e insistido sobre el tema de la palabra como puente para los acuerdos y la mediación; no obstante, habría que preguntarnos si este diálogo en efecto se establece y, más importante todavía, si verdaderamente sucede en lo más recóndito de nuestra vida privada: con nuestros hijos, hermanos, compañeros de escuela, maestros, negociantes, etc.
No será posible atravesar la desigualdad si no se atiende a la creación de nuevos modelos sociales, económicos, educativos y políticos, que conduzcan a descentralizar el capital y darle prioridad a las personas y sus derechos.
El novelista italiano Alessandro Baricco escribió en Los bárbaros: “vemos los saqueos, pero no conseguimos ver la invasión. Ni, en consecuencia, comprenderla.” Bajo esta idea, nos toca ser conscientes y responsables de generar y establecer una nueva narrativa, que nos lleve a un revestimiento cultural y social, donde quizá las primeras palabras se pronuncien en la familia para que hagan eco en las leyes constitucionales para la igualdad.
“No será posible atravesar la desigualdad si no se atiende a la creación de nuevos modelos sociales, económicos, educativos y políticos”