Por Alfonso Díaz de la Cruz
El escritor, aunque nadie lo reconoce, se sienta todos los días en su mesa habitual sobre el andador principal de su pueblo y, aprovechando el 2×1 del bar central, pide algunas cervezas que degusta mientras observa pasar a la gente. Todos los días, sin excepción, en un horario de 5:00 a 7:00 pm —lo que dura la “hora feliz”—, se sienta a contemplar a los transeúntes, a la par que toma nota de ellos. Es la manera que tiene —dice— de hacerse de material para los personajes de sus novelas y cuentos, así como para las propias historias. Un trago de cerveza, observa y anota; otro trago más, anota y observa, acotando una idea por aquí, luego refresca la mente con otro poco de cerveza, a la par que se fija en un detalle que quiso pasar desapercibido; así pasan los minutos, mientras llena las hojas de la libreta que ha reservado para ese ejercicio creativo.
Contempla todo y anota, de igual manera, todo: una pareja que pasa discutiendo, ella por delante, él suplicante, caminando detrás un vendedor de chicles, una niña que pierde su diadema (rosa), dos pares de perros husmeando, el oficial controlando el tráfico de la esquina, un globero, una pareja de enamorados, el teporocho que camina hablando solo y ahuyenta a quienes se cruzan en su camino. Registra el paso de los adolescentes que huyen del restaurante aledaño sin pagar la cuenta y al voceador que les mienta la madre cuando accidentalmente le tiran parte de su mercancía. Ve (y registra) también a unos perros olfateando por entre las mesas del andador y al mesero saliendo a espantarlos. Observa al niño que entra a vender rosas, a la niña que vende chicles, al mesero que vuelve a entrar en acción. Lo registra todo, todo, todo, incluso a las palomas que revolotean en la azotea del edificio de enfrente, en cuya planta baja funciona un café de mesas pequeñas y raquíticas, que también termina por quedar escrito en el cuaderno. En una de esas mesas hay un señor observándolo todo, todo y, aparentemente, registrando todo también, desde la pareja discutiendo hasta al escritor que aprovecha la promoción del 2×1 en cervezas que, al sentirse observado, detiene su registro y, apurando su último trago, deja un billete de 200 pesos sobre la mesa para marcharse a toda prisa del lugar hasta quedar fuera del campo visual del señor del café, que, en efecto, se encontraba registrando todo, puesto que también se trata de un escritor. Entre ellos se identifican y muchos utilizan la misma técnica.
Todos los días, en un horario de 5:00 a 7:00 pm, hora del 2×1 en el bar de la acera de enfrente, vengo a sentarme a esta raquítica mesa del café central y lo registro todo, incluso el comportamiento del desconocido escritor. Por eso supe que el billete era de 200 pesos.