Por Alfonso Díaz de la Cruz
Para Bonnie
No empezaron con las más brillantes; contrario a ello, decidieron iniciar con una selección, de entre las menos populares, las más bonitas.
A veces eran grandes, a veces tan pequeñitas, pequeñitas que apenas y lograban vislumbrarse de reojo, pero cada noche, cada uno tomaba una estrella y, con el corazón en la mano, se la regalaba con todo el cariño al otro.
Él a ella.
Ella a él.
Pasaron las noches y, como es de esperarse, sus corazones brillaban y sonreían cada vez más, cada vez un poquito más. Cada vez con un poquito menos de miedo.
Pero, como también es de esperarse, las estrellas del firmamento también se fueron haciendo menos.
Al principio, claro está, nadie lo notó. Sin embargo, conforme el tiempo y sus noches fueron avanzando, el cambio, aunque nadie se atrevía a decirlo, comenzó a ser evidente.
Los especialistas en asuntos del cosmos dieron argumentos y razones lógicas acerca de lo que estaba pasando y de por qué no podía pasar otra cosa: que si la alineación de los planetas; que si las nubes; que si el hemisferio y las distancias y los tiempos…
El colmo llegó cuando Venus, el último lucero que brillaba allá arriba, también desapareció. Ante esta situación era más que evidente que no había ningún argumento lógico válido que explicara lo que estaba pasando, pero tampoco que lo pudiese evitar. Y es que ya no había vuelta atrás.
Cuando esto ocurrió, todo mundo salió por las noches a buscar desesperadamente las estrellas faltantes.
Buscaron en los ríos, en las marquesinas de los teatros, en la televisión y en los botes de basura.
Todos, todos salieron en su búsqueda desesperada. Todos, menos ellos dos.
Ellos dormían.
Él dormía abrazándola.
Ella dormía acurrucada en su pecho abrazándolo a él.
Ambos en paz y con una sonrisa.
En el techo de su habitación habían pegado cada una de las estrellas que se habían regalado y, ahora, ese cielo que brillaba sobre ellos se había convertido en su cielo; el suyo, en un cielo que no compartían con nadie más que con ella, con nadie más que con él. Un cielo que los iluminaba. Un cielo que los cuidaba.
Cada estrella, además, tenía un beso y una caricia que se depositaba sobre ellos a mitad de la noche.
Nadie más supo nunca qué pasó con las estrellas, aunque todos lo intuían; por alguna razón sus ojos brillaban y sonreían, y sus miedos finalmente habían desaparecido.
Los de ella.
Y también los de él.