Por Alfonso Díaz de la Cruz
Aunque ahora se encuentra casi vacía, la calle donde vive Max (como le llamaban sus vecinos, por “Maximiliano”) solía ser una de las más concurridas y coloridas de la colonia. Así fue hasta mediados del año antepasado, cuando lo de los gatos.
Hubo tantos gatos callejeros rondando por la colonia, que era común verlos tomar el fresco en los jardines y cocheras de la calle, bajo los árboles o toldos. No eran pocos los vecinos que se avenían de buena fe a dejarles, de tanto en tanto, un poco de comida aquí, un poco de agua allá, para así realizar su buena obra del día y facilitarles un poco la vida a esos felinos que día sí y día también tenían que realizar mil y una escaramuzas para continuar con vida en las inhóspitas calles.
Max era el que más lo hacía y, debido a esto, su cochera era la más concurrida y cada cierto tiempo un minino se instalaba en ella durante varios meses antes de proseguir con su modus vivendi callejero.
Seguramente fue debido a esto que todo se salió de control. En el verano del 2018, un gato pardo llevaba ya dos meses instalado en la cochera de Max y un segundo gato, blanco con negro, comenzó a hacerle compañía. Se les veía juguetear en la cochera y, aunque de tanto en tanto peleaban entre ellos, solían convivir pacíficamente a expensas de Max, que no dejaba de servirles sendos platos de comida cada mañana.
El problema se vino cuando los gatos decidieron mudarse al techo de la cochera y hacer sus correrías por las noches. Como si de un mal grupo musical se tratase, comenzaron a invadir el sueño de Max y de sus vecinos con desafinados maullidos que comenzaron a multiplicarse. Al poco tiempo, no eran dos, sino cinco gatos quienes conformaban la cofradía en casa de Max que solamente pisaban su cochera para comer, antes de regresar a las alturas.
Como es de esperarse, las quejas de los vecinos no se hicieron de esperar y, sin saber bien si por temor a ellos o a que la multiplicación de los gatos continuara exponencialmente, Max decidió dejar de servirles de comer, pero no fue suficiente. Los gatos, además de sus conciertos nocturnos, comenzaron, implorantes primero y exigentes después, a ronronear y maullar afuera de su puerta para exigirle los alimentos a los que los tenía acostumbrados, generando así que la queja de sus vecinos fuera aún mayor: “Tienen que irse, Max. Por tu propio bien tienen que irse” le dijeron una tarde de agosto y Maximiliano, que también estaba con los nervios de punta debido a los incesantes maullidos, supo que no tenía otra opción. Tendría que deshacerse de ellos.
Sin embargo, Max no era en lo absoluto un asesino y buscó infinidad de recetas que pudiera llevar a cabo en casa para fabricar repelentes de gatos que no les hicieran daño en lo absoluto. Cuando por fin tuvo a punto la mezcla, roció con ella la cochera, las paredes y la azotea misma, disculpándose una y otra vez con los gatos que, a la distancia, le observaban fijamente, como desafiantes, al igual que los vecinos, con la única diferencia de que ellos lo miraban agradecidos.
Terminada la faena, los vecinos agradecieron y tanto ellos como Maximiliano se dispusieron a pasar, por primera vez en mucho tiempo, una jornada completa sin maullidos de gatos.
No fue así. Bastaron menos de 15 minutos para que los maullidos se volvieran a presentar, pero ahora con una furia y desesperación inusitadas. Fastidiados, los vecinos de Max acudieron a su casa a reclamarle, solamente para encontrarse con que no había ningún gato ni en su cochera ni en su azotea. Y aun así los agudos y desgarradores maullidos venían de ahí. Maximiliano, con la puerta abierta de par en par no podía contener las lágrimas de la desesperación ante tal pandemonio que rozaba en la locura: los vecinos no dejaban de escuchar los maullidos y todos coinciden en que estos venían de la cochera y la azotea de la casa de Max, pero que no había ningún gato en los lugares mencionados. Max, por su parte, no solo escuchaba a los gatos sino, además, podía verlos, por docenas, pululando por encima de su coche, por las tejas de la azotea, por entre sus pies.
Los vecinos (que se mudaron al poco tiempo dejando atrás los maullidos, pero llevándose la historia con ellos) dan cuenta de los gritos desgarradores y suplicantes de Maximiliano: “¡Aquí están! ¡No piensan irse! ¿Es que no los ven?”.
Quienes nos quedamos en la cuadra, por encontrarnos lejos de la casa de Max, aún podemos escuchar a los gatos, aunque no vemos ninguno.
Max terminó por resignarse (o por perder la cordura) y cada tarde avienta varios puñados de comida para que sus gatos se alimenten. Él afirma que sí lo hacen.