Por Alfonso Díaz de la Cruz
La edad de oro de los noticieros se remonta a principios del siglo XXI: las noticias amarillistas y la gente que vendía su dignidad llenaban día a día las pantallas de televisión de las personas que no gustaban de estupideces como los telediarios, el futbol, las caricaturas o los míticos programas culturales.
Ser periodista en ese entonces era relativamente sencillo (no era difícil encontrar a algún señor empresario con dos amantes, a una vecina divorciada, a un borracho, una madre soltera o un ancianito que buscaba su comida en el basurero) y con una gran posibilidad (casi total) de éxito siempre y cuando uno se centrara en lo verdaderamente importante, interesante y redituable, es decir, lo sensacionalista.
El morbo era el tema central día con día, pero no lo único. De vez en cuando, quizá una vez al mes o a la semana, se daba (ya cerca del final del noticiero; es decir, como noticia secundaria, o terciaria) una noticia noticia; verbigracia, la retirada de ciertas tropas-no-imperialistas-y-defensoras-de-la-justicia-y-la-democracia-que-actuaba-en-defensa-propia de algún malévolo país chiquitito sumido en la pobreza y el hambre, o bien, el descubrimiento de un nuevo planeta o de alguna cura contra alguna enfermedad mortal.
Sin embargo, estas pocas, secundarias y terciarias noticias fueron escaseando poco a poco hasta que, finalmente, un otoñal día de octubre del año IX del Califato, se acabaron. Y el mundo se quedó oficialmente sin (secundarias ni terciarias) noticias.
Los primeros años posteriores a este suceso siguieron siendo de gran bonanza para los periodistas, y los noticieros fueron ocupando los horarios que otrora ocuparan los telediarios, el futbol, las caricaturas o los míticos programas culturales. Amarillismo a todas horas y en cualquier canal, morbo al por mayor: escándalos, muertes pasionales, sensacionalismo, prostitución… la edad dorada (por lo amarilla) de la noticia y del entretenimiento internacional.
Pero no hay “bien” que dure cien años. A los pocos años, y por increíble que parezca, la gente comenzó a cansarse del amarillismo y el rating de los noticieros comenzó a bajar vertiginosamente. Las televisoras empezaron a perder dinero, los despidos masivos de reporteros no se hicieron esperar y, por ende, mantener el puesto se convirtió en una cuestión de vida o muerte: sólo las mejores noticias podían garantizar la subsistencia del reportero. Y la guerra comenzó: los reporteros se infiltraron del todo en casas, vestidores, iglesias, conversaciones, negociaciones secretas, chantajes, robos, muertes, traiciones…
Pero ya no era suficiente.
Se necesitaba de algo nuevo, diferente, algo nunca antes visto.
Un boom.
Una reportera, en su desesperación de encontrar la mejor noticia, se hizo altruista y, renunciando a su trabajo, se dedicó a recorrer su ciudad ayudando a los más necesitados sin pedir nada a cambio.
Y la noticia se corrió.