Por Alfonso Díaz de la Cruz
A eso de las nueve y media de la noche, sonó un disparo en la calle. Seco, crudo y tajante. Se dejó sentir en el centro de la calle y luego se fue en el más absoluto silencio; no se sabe a ciencia cierta en qué dirección, desapareciendo en alguno de los dos extremos de la calle. En menos de un segundo llegó y en menos de un segundo se fue, y solo quienes fuimos testigos auditivos del mismo podemos dar fe de ello.
No se escucharon pasos alejándose, ni gritos de sorpresa, terror ni dolor, ni el ladrido de los perros. Un disparo seco seguido de la ausencia del mismo. El silencio que vino después apenas se vio interrumpido por alguien que, en la misma calle, carraspeó un par de veces; presumiblemente mientras guardaba la pistola en algún recoveco de sus ropas.
La calle, vista desde la ventana de todos los vecinos, se encontraba desierta —algo extraño para la hora y el día— y, sin embargo, todos pudimos dar fe del disparo y la presencia del tirador. Aunque no teníamos evidencia visual, todos sabíamos que se había llevado a cabo un asesinato; quizás un ajuste de cuentas por mercancías enervantes no pagadas, o quizás por un lío de faldas; difícil decirlo, y nadie se interesó en indagar más allá del silencio que se instaló en la calle, más denso que el calor de media tarde, que hasta se podría cortar con un cuchillo, como si de mantequilla se tratara.
No lo hicimos. Tras el vistazo de rigor, todos cerramos las ventanas y las cortinas, como si esto nos protegiera de las barbaridades cotidianas del mundo, y continuamos con nuestras actividades cotidianas: el lavado de trastes, la revisión de los presupuestos empresariales, la sesión de yoga, el seguimiento del partido de futbol en la tele, el cigarrillo y el libro en turno, la ducha nocturna.
La policía recorrió la calle una hora después, con las torretas prendidas y a una velocidad ridículamente lenta, ojeando cada una de las fachadas, por rutina, más que por otra cosa.
Entonces todos apagamos las luces y nos obligamos a dormir temprano, ajenos a la intermitencia azul y roja de las torretas que, minutos más tarde, fueron devoradas por la oscuridad de la noche.