Cuando el clima se enfría o comienza a llover, es común experimentar un repentino deseo de comer, incluso si recientemente se ha ingerido comida. Aunque podría parecer una reacción meramente pasajera, este fenómeno tiene una base científica: la termogénesis. Este proceso natural del cuerpo humano tiene como objetivo generar calor para mantener la temperatura corporal y protegerse del frío. Sin embargo, la relación entre las bajas temperaturas y el hambre no solo se limita a una necesidad física, sino que también involucra aspectos emocionales.
La termogénesis es la respuesta fisiológica mediante la cual el cuerpo quema calorías para generar calor y equilibrar su temperatura interna. Al exponerlo al frío, el cuerpo activa este proceso, que requiere un mayor consumo de energía, lo que puede generar la sensación de hambre. Esto explica por qué, cuando las temperaturas bajan, nuestro cuerpo «pide» alimentos ricos en calorías como pan, chocolate o mantequilla. Estos alimentos no solo ayudan a reponer la energía perdida, sino que también contribuyen a mantenernos calientes.
Si bien la necesidad de calorías en climas fríos es una razón válida para experimentar hambre, los expertos sugieren que los antojos pueden ir más allá de una simple respuesta fisiológica. Las emociones y el estrés juegan un papel fundamental en el deseo de comer. Las bajas temperaturas, en muchas ocasiones, están asociadas con cambios en el estado de ánimo, lo que puede generar un apetito emocional.
La psicóloga y nutrióloga Andrea Rodríguez explica que «el frío puede intensificar la sensación de soledad, tristeza o ansiedad, lo que desencadena el deseo de comer alimentos reconfortantes, independientemente de la necesidad energética real del cuerpo».
Para los nutricionistas, aprender a distinguir entre hambre física y hambre emocional es crucial. La hambre física suele desarrollarse de forma gradual y se acompaña de señales claras como gruñidos estomacales, fatiga o dificultad para concentrarse. Por otro lado, el hambre emocional suele surgir de forma repentina, generalmente ligada a emociones como el estrés o la ansiedad, y no siempre está relacionada con una necesidad real de nutrientes.
En este sentido, los expertos recomiendan escuchar el cuerpo y poner atención a las señales que se envían antes de decidir comer. Si el hambre aparece después de un momento de estrés o como respuesta a un cambio de clima, podría ser un indicio de que se trata de un deseo emocional más que de una necesidad real.
Para quienes luchan contra los antojos impulsivos, los nutriólogos sugieren optar por alternativas más saludables, como frutas, nueces o infusiones calientes, que también pueden proporcionar sensaciones reconfortantes sin recurrir a alimentos ultracalóricos. Además, mantener una dieta balanceada y practicar técnicas de manejo del estrés, como la meditación o el ejercicio ligero, puede ayudar a reducir la influencia de las emociones sobre nuestros hábitos alimenticios.
El clima, sin duda, tiene un impacto en nuestro apetito, pero ser conscientes de la diferencia entre hambre física y emocional nos permitirá tomar decisiones más saludables y equilibradas.