Por Aldo García Ávila
Pasé mi infancia en una callecita de la colonia San Marcos. Era principios de los noventa. Recuerdo que frente a mi casa durante un breve lapso funcionó una tienda de discos compactos, que en ese momento comenzaban a causar euforia, un acontecimiento que al cabo de unos pocos años acabaría con la producción masiva de discos LP y audio cassettes.
Atesoro muchas vivencias de esos tiempos, una de ellas fue convivir e interactuar con discos de acetato. Mis primeros acercamientos a la música fueron a través de una tornamesa. A mis cinco o seis años, me resultaba sencillo tomar algún disco LP, colocarlo sobre la pieza giratoria –no sin haberle dejado uno que otro rayón inocente– para luego escuchar las voces e instrumentos que emergían mágicamente por las bocinas. Así conocí, por ejemplo, a los Hombres G, los Caifanes o Soda Stereo y, claro, cada canción estaba acompañada por el inigualable y melancólico gis que creaban los discos LP a través de la nostalgia de la tornamesa. Como a muchos otros, ese sonido nunca me molestó y aún ahora lo añoro de cuando en cuando.
A Carlitos Gardel me habría gustado conocerlo de esa manera, es decir, con todo el romanticismo que supone extraer un disco LP de su empaque y de la bolsa protectora, ponerlo con cuidado sobre la tornamesa, colocar la aguja y esperar que la inconfundible voz de Gardel, “El Zorzal Criollo”, emergiera con ese mismo espíritu con que acaso lo escucharon en vida, allá entre 1920 y 1935, más o menos como lo describió Julio Cortázar en aquel maravilloso texto “A Gardel hay que escucharlo en la Vitrola”.
Todos lo conocemos, tal vez no por su voz, pero sí por las canciones que hizo grandes, ¿quién no se ha rendido ante ese “Acaricia mi ensueño el suave murmullo de tu suspirar”? ¿Cómo no tararear los primeros acordes de “Por una cabeza”, mientras Al Pacino bailaba con elegancia y delicadeza en Perfume de mujer? Y es que Carlos Gardel se ha mantenido en nuestras raíces musicales por más de 100 años.
Conocí a Gardel por la agrupación española Malevaje, en ese homenaje que publicaran bajo el nombre de Con su permiso, don Carlos, que incluía tangos clásicos como “Volver”, “Cuesta abajo”, “Tomo y obligo”, entre otros, pero la voz de Gardel, el verdadero Zorzal Criollo llegaría después, a mis 16 o 17 años.
En aquel momento había acompañado a mi padre —quien curiosamente también se llama Carlos— a la Ciudad de México. Caminábamos por el centro de Coyoacán y entramos a una de esas pequeñas tiendas de discos. Después de hurgar en los estantes, encontré una compilación de la RCA Víctor, como parte de la colección “100 años de música”: se trataba de un disco compacto doble con cuarenta de las canciones más importantes de Gardel. Mi padre me regaló ese disco que aún conservo con profundo cariño.
Lo mejor de ese compilado de canciones consistía en que algunas incluían fragmentos de las películas de Carlos Gardel. Poco antes del tango “Cuesta abajo”, por ejemplo, se escuchaba un pequeño diálogo de la película homónima, en el que Carlitos se dirige a la actriz Mona Maris en uno de los momentos más álgidos de la historia: “Y decías que hacía falta plata o coraje: ¡¿Plata?! ¡La tiré al viento por vos! ¡¿Coraje?! ¡Si me faltó para matarme, sobró para quererte; el coraje de tenerte a mi lado sin ahogarte entre mis manos!”, enseguida sonaban los acordes del tango, para darle entrada a la inconfundible voz de Gardel: “Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.”
Lo mismo en “Por una cabeza”, que incluye un célebre diálogo de la película Tango bar, en el que Carlitos, poco antes de zarpar, dice melancólicamente: “Pero habrá que cambiar de vida, ¿eh? Ya estoy harto de perderlo todo. En las carreras cuando dos caballos se trenzan en un final palpitante, cabeza a cabeza, mi dinero vuela. Y cuando el corazón pide descanso por miedo de seguir queriendo, los ojos brujos de una mujer que pasa me atan a su cariño”, entonces comenzaban los acordes de ese gran tango, a manera de antesala a la voz de Gardel, “Por una cabeza de un noble potrillo que justo en la raya afloja al llegar…”
El pasado domingo 24 de junio se conmemoró un año más de la muerte de Carlos Gardel, el 86 aniversario de su partida. Debo reconocer que la voz de Gardel, al igual que las letras de sus tangos, valses, baladas y milongas le dieron un toque sin igual a mi adolescencia. Desde entonces, me ha acompañado y aún hoy está conmigo.
Nadie en mi familia o en mi círculo cercano escuchaba a Gardel, solo uno de mis tíos abuelos era amante del tango, pero paradójicamente a él nunca lo conocí. Eso sí: cada vez que Carlitos sonaba en mi habitación, mi padre —ese otro Carlitos— recordaba a su tío y las tardes en que convivía en su casa. Es impresionante cómo la música puede trascender generaciones y espacios, para llevarse en la piel, en la sangre. En esos ayeres yo aún no existía, pero ya vibraba en mi familia los acordes del tango, que muchos años después yo recogería.
Para mí, escuchar a Carlos Gardel significa caminar por la memoria, es traer a los recuerdos, al corazón —porque “recordar” significa ‘volver a pasar por el corazón’— años de historia e inmortalidad. En cada verso que canta Carlitos resuena una emoción que se ha anidado durante los más de 100 años que él ha estado vivo y presente en el mundo a través de su música.
Hay en las canciones de Gardel una nostalgia que conecta con una infinidad de pasiones humanas. Está el devoto anhelo por la mujer amada, “La noche que me quieras desde el azul del cielo las estrellas celosas nos mirarán pasar”; el lamento hondo y sentido por la partida de esa misma mujer, “Siga un consejo: no se enamore y si una vuelta le toca hocicar, fuerza, canejo, sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar”; el dolor que significa aceptar que ella, inexorablemente, se ha marchado, “Yo no quiero que nadie a mí me diga que de tu dulce vida vos ya me has arrancado; mi corazón una mentira pide para esperar tu imposible llamado”; el encuentro con las calles que acaso caminamos y recorrimos tomados de la mano, “Caminito que todas las tardes feliz recorría cantando mi amor, no le digas, si vuelve a pasar, que mi llanto tu suelo regó”; la constancia de quien ama y que jura estar ahí, a pesar de lo ocurrido o lo que venga, “Si precisás una ayuda, si te hace falta un consejo, acordate de este amigo que ha de jugarse el pellejo pa’ ayudarte en lo que pueda cuando llegue la ocasión”; y, finalmente, abandonarse una vez más al ánimo de amar desmedida y apasionadamente, porque tal vez solo así se ama, “Si ella me olvida qué importa perderme mil veces la vida, para qué vivir.”
Gardel, además, les cantó a los más pequeños detalles de su barrio, “Rinconcito arrabalero con el toldo de estrellas de tu patio que quiero”, para que luego volviera la imagen de la amada, “Todo, todo se ilumina cuando ella vuelve a verte”. Aunque sabemos que el mundo está al abrigo de una inmensidad estelar, siempre es más hermoso aquel toldito de estrellas del patio que queremos, como canta Carlitos, el de esa callecita que nos vio nacer y crecer, pues al terruño le reservamos un cariño especial, “Barrio reo, campo abierto de mis primeras andanzas, en mi libro de esperanza sos la página mejor.” Habrá quienes recuerden alguna puerta o ventanita, desde donde asomaba un rostro al que le dedicamos alguna secreta devoción, o bien, una pasión desaforada, “La ventanita de mi calle de arrabal, donde sonríe una muchachita en flor; quiero de nuevo yo volver a contemplar aquellos ojos que acarician al mirar.”
A 86 años de su muerte, la vigencia de Carlitos constata ese clásico dicho que se ha vuelto popular entre todos los que gustamos de su música y temple: Gardel cada día canta mejor. Y como en alguna ocasión le dijera un periodista: “Carlitos, te vas a morir y vas a seguir cantando.”