Nota Web | Septiembre | 2021
Por Alfonso Díaz de la Cruz
Simón siempre tuvo problemas para relacionarse con las demás personas.
Y no es que fuera tímido o que no le gustara la gente, como suele suceder en algunos casos. Nada de eso. Lo que sucede es que tenía un extraño trastorno llamado “literalismo”, que consiste en comprender siempre el sentido literal de las palabras y expresiones, incluso aquellos sentidos figurados que las personas utilizan comúnmente. En consecuencia, quien padece esta afección no puede decodificar el mensaje y entender realmente su significado.
Al principio, como es de esperarse, no fue sencillo diagnosticar el trastorno y se pensaba, simplemente, que Simón era “corto de entendederas”, como se dice de manera coloquial; sin embargo, los estudios, las evaluaciones psicológicas y el tiempo mismo demostraron que no se trataba de eso, que Simón no era tonto y que lo que le ocurría era algo más, algo que tenía que ver con las palabras.
Así, por ejemplo, cuando se reía mucho por alguna situación cómica y le decían que era simple, Simón de inmediato se dirigía a la cocina a ponerse encima un poco de sal, o bien, si escuchaba que algún compañero de clase “estaba en las nubes”, se asomaba de inmediato por la ventana preocupado por una posible caída del compañero en cuestión. De igual modo, buscaba pasar su tiempo con quienes escuchaba que “vivían en la luna”, esperando que alguna vez lo invitaran a sus casas, ya que él, desafortunadamente, vivía en la Tierra.
La situación que más conflictuaba a Simón durante su infancia era el famoso juego de “Simón dice”. Ya saben: ese juego en el que una persona se convierte en Simón y desde ese nombre da una serie de indicaciones que los demás deben seguir, siempre que la indicación esté precedida de la frase “Simón dice”. En caso de que la persona que asume el papel de Simón dé una indicación que no incluya dicha frase, pero a pesar de ello alguien la cumple, entonces esta última persona recibirá un castigo.
Si bien se trata en apariencia de un juego sumamente sencillo, Simón la pasaba realmente mal puesto que cada vez que alguien decía “Simón dice”, él terminaba repitiendo verbalmente la indicación, puesto que su literalismo lo orillaba a cumplir al pie de la letra lo dicho; sin embargo, como mencioné antes, Simón no era tonto y logró ser consciente de su problema. Y mal que bien, con el paso de los años pudo establecer algunas relaciones de amistad que, tras ser advertidos del trastorno que Simón padecía, moderaban su forma de hablar y procuraban utilizar el menor número de metáforas posibles cuando se encontraban en su presencia.
Así pasaron los años y Simón fue creciendo y enfilándose para ser un abogado, carrera en que las palabras querían decir solamente lo que significaban y no otra cosa. Como nadie defendía el sentido estricto de las leyes y las palabras como él, todos sus compañeros y profesores le auguraban un futuro brillante.
Un futuro brillante que no llegó. Pocos días antes de su graduación, Simón salió con sus amigos y su novia a tomar unas copas y se enfrascaron en una especie de discusión tonta sobre el origen de ciertos cocteles. La discusión, sin llegar a mayores, derivó en la desesperación de la novia de Simón que en un arranque de berrinche infantil le dijo: “¡Entonces muérete!”.
Y Simón, que no podía hacer nada con su literalismo, se murió.