Por Joaquín Cruz Lamas
No es ningún secreto que la vida ha tenido que adaptarse a las circunstancias en las que vivimos ahora. Esto ha llevado a muchos a asegurar que las presentes formas en que estamos llevando a cabo nuestras actividades cotidianas se mantendrán aún después de la pandemia. Una de tales formas es el trabajo en casa. Con los lugares públicos cerrados durante la cuarentena, muchos establecimientos y compañías han decidido mantener una forma de trabajo desde casa.
Tal esquema tiene sus ventajas. Por ejemplo, no hace falta levantarse tan temprano; no hace falta invertir tanto en gasolina; se ahorra tiempo en traslados; algunos podrían decir que además estamos en la comodidad de nuestros hogares, etc. Las redes sociales están llenas de sátiras y comentarios sobre cómo esta situación ha favorecido a las personas introvertidas, permitiéndoles mantener en niveles mínimos el contacto con otros seres humanos.
En medio de esta nueva realidad, muchos expertos y líderes de opinión vaticinan que el modelo de trabajo está a punto de cambiar para siempre. A mí la cuestión me parece mucho más compleja y no me atrevería a hacer una aseveración así, a la ligera. Por un lado, es verdad que en grandes ciudades, como la de México, el no tener que desplazarse al lugar de trabajo puede representar una gran ventaja para muchas personas y compañías. Ello no es una bendición de la pandemia, sino un efecto colateral del crecimiento desmedido y la falta de planeación de los centros urbanos.
Resulta muy tentador migrar al modelo desde casa, pero creo que ello no es consecuencia de una ventaja real de este modelo, sino de las desventajas de la manera en que nuestros centros urbanos se han desarrollado. Sin lugar a duda, la vida no será la misma después de 2020, pero en este aspecto específico ¿no será que lo que hay que cambiar es la manera en que organizamos nuestras ciudades, en lugar de forzar la convivencia de los espacios doméstico y laboral bajo el mismo techo?