Por Alfonso Díaz de la Cruz
Tras escuchar el costo de aquel globo, se metió sus manos en sus diminutos bolsillos solamente para comprobar lo que ya sabía: no contaba con el suficiente dinero para comprarlo. Aun así, la tristeza (o la impotencia, o el dolor, vete tú a saber) se instaló en su corazón. En verdad, deseaba tener un globo.
Triste, y decidida a que nadie la viera llorar, aquella pequeña araña se alejó de la ciudad y se internó en lo profundo del bosque. Ahí trepó por el más alto de los pinos y entonces, sólo entonces, rompió a llorar.
Al caer la noche, cuando ya casi no le quedaba llanto, sintió una suave caricia que recorría su rostro. Al elevar la mirada se topó con la luz de la luna llena que le iluminaba.
Al momento quedó prendada de su belleza, e inspirada por ella comenzó a tejer un largo hilo de araña que iba desde la punta del pino hasta un cráter en la base de aquel hermoso y reluciente satélite. Ahí, hizo un nudo y regresó a través del hilo hasta la punta del pino. Se sentó en una de sus ramas y sonrió.
Al terminar la noche, la luna desapareció tras el horizonte y, delicadamente, el inmenso hilo de araña cayó sobre la lejana ciudad.
La araña no dijo nada, pero su pecho rebozaba felicidad. Había conseguido su globo y por una noche había sido suyo. Y era el más grande y bonito que pudiera existir.