N24 | Enero | 2022
Por Katya J. Orozco Barba
Psicoterapeuta y fundadora de Idealistas
En una ocasión llegó al consultorio una madre con su hijo de 7 años, la madre le pidió a su hijo que aguardara en la sala de espera unos minutos, que no tardaría mucho. Al iniciar la entrevista, el niño constantemente abría la puerta del consultorio, entraba, pero no decía nada, se dirigía a la bolsa de su madre para buscar el celular. La madre en medio de la consulta sacó de su bolsa el celular y eligió un video de caricaturas, llevó a su hijo a la sala de espera y lo sentó a lado de la mesa donde otros niños de su edad estaban dibujando y jugando.
Al regresar, se disculpó y apenada argumentó que su hijo solo se estaba quieto si le daba el celular. En esos breves momentos, recordé que en la sala de espera había otros niños de edades similares a la edad del niño y me pregunté si tal vez él habría intentado algún contacto con alguno de ellos. Nunca lo supe, porque nunca lo pregunté.
Al terminar la entrevista, la madre regresó con su hijo e inmediatamente le dijo que de navidad pediría un Pop It con figura de unicornio. Después de escuchar la insistencia de ese niño, me sentí curiosa y busqué un poco sobre el juguete.
Descubrí que los Pop It son juguetes para no jugar. Es un objeto que “entre-tiene” y anula el “entre-venir” con otro; en la dinámica de aquel juguete, la sensación queda encapsulada en la sensación misma.
¿Qué pasa que la industria de “juguetes” provee juguetes para no-jugar?
A la par, en el mercado de la salud mental se proveen diagnósticos y certificados de discapacidad, rótulos de autismo, test rápidos para identificar si hay un niño con déficit de atención o algún otro “trastorno”.
Algunas teorías sitúan como indicador de “autismo” la estereotipia (que es la repetición de un gesto, acción o palabra, una característica de algunos trastornos mentales), mientras que en las jugueterías y tecnologías se ofrecen juguetes y dispositivos que fomentan la estereotipia. ¿De quién será el trastorno? O mejor dicho: la responsabilidad.
Buena parte de la lógica comunitaria de internet ha servido para despreciar el valor del encuentro, de las palabras, como vínculos, amistad y compromiso, incluso se ha despreciado la propia experiencia de la vida. El juego y el lenguaje, entonces, podrían verse condenados a encerrarse en sí mismos, a convertirse en un monólogo frente a la incomprensión de una sociedad distanciada o, peor aún, en una sociedad transformada en distancia, en una experiencia de la no realidad.
Frente la prepotencia del consumo, la lógica de que el cliente siempre tiene la razón y la autodefensa, debemos recordar que todos somos vulnerables, que necesitamos de los otros y que los otros necesitan de nosotros, que la razón primera de una comunidad son las debilidades que no pueden resolverse en soledad. Necesitamos, pues, aprender en un mundo sin espera a crear un espacio de espera que a fin de cuentas es siempre un tiempo propio. No se trata de una melancolía para consolarnos del frío de los juegos del pasado, es más bien una apuesta por reivindicar el encuentro con el otro a través del juego, un encuentro con la re-creación en los espacios en donde formen parte a un tiempo la tecnología y las humanidades, los instrumentos y la conciencia.