Por Katya J. Orozco Barba
“Y he llegado a la conclusión de que, si las cicatrices enseñan, las caricias también.”
– Mario Benedetti.
Un joven muy desorganizado que vivía solo, en un pequeño departamento, nunca limpiaba ni hacía sus tareas domésticas. El fregadero estaba repleto de trastes, no sólo lleno, ¡llegaba hasta el techo! Aunque sabía que su casa era un chiquero, él suponía que, si no invitaba a ninguna persona, nadie lo sabría.
Un día, en su trabajo, conoció a una mujer de la que se enamoró. Salían juntos, pero nunca la llevaba a su departamento. Paseaban por el parque, conversaban y, un día, ella cortó una hermosa rosa roja y se la regaló.
Fue un obsequio de amor y aun este chico que se permitía vivir en la inmundicia supo que debía preservarlo con dignidad. Llevó la rosa a casa y, después de hurgar entre sus platos sucios, encontró un jarrón. Lo lavó, lo llenó de agua fresca y metió la rosa en él. Ahora necesitaba un lugar donde poner el jarrón, así que limpió la mesa del comedor. El jarrón se veía muy bien ahí, pero pensó que se vería mejor todavía si el resto de la habitación estaba igual de hermosa, de manera que recogió todo y pulió el piso, luego lavó los trastes. La reacción en cadena continuó hasta que toda su casa estaba pulcra y fresca; quería que todo a su derrededor fuera tan bello como la rosa. El pequeño acto de amor de su novia, de haberle regalado una rosa, provocó un cambio en la vida del joven.
El amor y la ternura pueden tener un gran poder, pero no nada más uno romántico; cada uno de nosotros puede aportar la pizca de luz y esperanza que podría impulsar a una persona a una posibilidad diferente de la que vive. Un vívido ejemplo de amor y esperanza puede hacer que, en contraste, todo lo demás parezca deslucido. Una vez hecho el contraste, los que nos rodean tienen una visión más clara de sus posibilidades; podrían contribuir al desaliño o añadir más rosas en jarrón.
No fue preciso que se le dijera que lo que hacía estaba mal; ya lo sabía. Sólo necesitaba quizá una diferencia y una inspiración para que prefiriera lavar los trastes a dejarlos en el fregadero. Si, en lugar de darle la rosa, aquella mujer se hubiera quejado de sus malos hábitos, quizá él no habría cambiado su conducta.
Más allá del desorden y la limpieza, el hecho de ofrecer algo diferente de lo que se ha recibido puede posibilitar una nueva forma de percepción, un cambio en la manera de vivir.
En una perspectiva donde el individualismo impera y donde ya no hay vinculación profunda con los compañeros de escuela y el trabajo, en las relaciones amorosas y familiares, sería muy valioso apostar por el intolerable niño “malcriado” del supermercado, el compañero irritante, el estudiante descuidado, la madre despreocupada o el anciano aislado, pues formamos parte de una comunidad.
Creer en el poder de la transformación personal. Esto requiere en ocasiones un gran esfuerzo, y, en otras, sólo necesitamos un empujón indicado. Las pequeñas acciones pueden provocar un gran eco. El reconocerse como compañero en una sociedad permite conectar con la responsabilidad de la propia palabra, acciones y movimientos que ofrecemos a la comunidad, reconociendo los propios límites y reconociendo los del otro en el trabajo, en la escuela o en la casa y, así, tener en las manos la rosa de una posibilidad diferente.
El acompañamiento psicológico es un espacio en el que en ocasiones se descubren y se crean nuevas formas de auto acompañarse en los procesos dolorosos, placenteros o inciertos de la existencia, haciendo no solo llevadero el proceso, sino también posibilitando una nueva compañía a sí mismo y a los otros, y no para buscar un cambio en el otro, pues eso es un trabajo intrínsecamente individual, sino para acompañar en un nuevo movimiento, una nueva posibilidad.
“Creer en el poder de la transformación personal. Esto requiere en ocasiones un gran esfuerzo, y, en otras, sólo necesitamos un empujón indicad
Katya J. Orozco Barba