Por Cristina Gómez Rangel
¡Ah, el 2020! Un año caótico en cualquier aspecto. La pandemia, lo más evidente por supuesto. Un año que nos ha obligado a recluirnos e, irónicamente, a vivir con nosotros mismos y con otros de una manera más íntima, entendida esta palabra como la conexión profunda que llega a existir entre dos o más personas. Aún no acaba, pero en verdad hay que decirlo: ¡qué año tan horrible! Hemos atravesado muchísimas experiencias difíciles, pero confiemos en que todo pasará, porque es el orden natural de las cosas. Porque así hemos subsistido por miles de años.
Para mí, este año fue toda una travesía emocional. Como acaso les sucede a muchas otras personas, inició bien: un nuevo amor tocaba la puerta y lo dejé pasar. Todo transcurría como cualquier relación incipiente: mucho romance, mensajes y canciones compartidas; sin embargo, pronto me di cuenta de que posiblemente mi relación perfectamente imperfecta (como cualquier otra relación amorosa) tenía demasiadas grietas para mantenerse unida. Poco a poco me di cuenta de que este hombre, al que amé con todo el corazón, no tenía idea de lo que era una relación sana, pues no sabía cómo amar de verdad y las “maneras” de expresar su amor me lastimaban más de lo que acaso me curaban. Lo más peculiar de todo es que yo me había adaptado a estas formas de amar y me acostumbré a dar más que a recibir.
Después de un tiempo, el vínculo llegó a un estado de ruptura inevitable. El corazón roto también es sabio y, en el fondo, reconoce el momento en que debe irse, aunque sea terriblemente doloroso. Así terminó, primero por teléfono y después con una conversación que selló definitivamente la ruptura.
Si bien suena a cliché, estos últimos meses los dediqué a mi duelo: un caótico proceso que significó llorar a mares durante mis vacaciones. En más de alguna ocasión no tuve ánimo de levantarme de la cama o no comía por la ansiedad y la angustia, para que luego el llanto volviera una y otra vez. Poco a poco también fui retomando mis actividades, disimulando las noches de tristeza. No es que nunca me haya separado de una pareja, pero cada amor se vive diferente y, de alguna manera, cada persona que pasa por nuestra vida nos cambia de algún modo. Y el vínculo que había terminado definitivamente era de ese tipo.
Después de la ruptura, hice algo diferente por mí: tomé terapia y me refugié en mis amistades. Lo sé, es un cliché en todos los consejos que existen para superar un amor que acabó, pero es algo muy importante para no caer en la depresión y, sobre todo, para que te veas con ojos que te permitan crecer, te lleven a un mejor conocimiento de ti misma o de ti mismo y te den más elementos para enfrentar situaciones similares en el futuro. En el camino que he recorrido para sanar mis heridas, también me di cuenta de que muchas personas han pasado por situaciones dolorosas relacionadas con el amor de pareja, pero más que eso, me di cuenta de que muchos cometemos un pequeño error: perdernos a nosotros mismos por el “amor” a la otra persona.
En mi proceso de sanación —y de manera muy personal— comprendí que eso que llamaba amor solo fue enamoramiento en la otra persona y, como cualquier cosa, cuando se acabó, toda la relación cambió. Me di cuenta de que era una relación poco sana, pues permití —ya consciente, ya de manera inconsciente—que una persona egoísta y con un exacerbado amor hacia sí mismo tomara el control de la relación y que decidiera cómo funcionaría nuestra “dinámica” de pareja.
A lo largo de mi proceso de sanación he aprendido algunas cosas. Muchas personas experimentamos relaciones poco sanas y si nos lo proponemos también podemos identificar los patrones negativos que vivimos y que no nos percatamos de ellos mientras el vínculo estuvo vivo. Me gustaría compartir el aprendizaje logrado a lo largo de este año:
- Mantener la dignidad es de lo más importante para mejorar la autoestima. Me perdí a mí misma, mi carácter y mi autoconcepto por querer complacer a un personaje que solo se amaba a sí mismo y que únicamente buscaba satisfacción inmediata.
- Jamás aceptar amor “a medias”. La relación de pareja está lejos de ser un amor filial. La pareja requiere esfuerzo, empatía, reciprocidad y que ambos se prefieran pese a los conflictos, defectos, personas, etc. Una relación de pareja es entre dos, no uno y medio.
- No se queden con alguien que se enoja por llevarlas a casa y que, además, se victimiza y haga rabietas infantiles por no tener vehículo, como si ello fuera tu culpa.
- No se queden con alguien que les platica de las mujeres con las que habla porque cree que eres muy “open mind” y además no hace nada para cambiar la conversación, aun a sabiendas de que te lastima o te incomoda. Quizá suene trillado, pero esta es una necesidad frecuente en las personas con tendencias narcisistas, en especial los hombres, pues les permite reafirmar su hombría, o bien, ocultar su baja autoestima.
- No se queden con alguien que es consciente de que te lastima y no modifica los comportamientos que te laceran. Esto es muy importante para reconocer si una relación es sana o no.
- No se queden con alguien que las termina por teléfono y se niega a hablar con ustedes porque “le lastima verte llorar”. Esta es una singular muestra de inmadurez y del poco respeto que tiene hacia tu persona.
- No se queden con alguien que, días después de terminar, y sabiendo que te lastima, te propone un encuentro “casual” porque “te extraña” en ese aspecto. Me permitiré decirlo tal cual: esta es una manifestación de infantilismo en todo su esplendor.
- No se queden con alguien que no respete a su madre, pero que vive a costa de ella, pues se trata del niño de mamá que no puede hacerse responsable de su propia adultez. Este escenario es más frecuente de lo que parece.
- No se queden con alguien que justifica sus acciones diciendo que “lo han tratado mal y por eso te trató mal a ti”. Admitámoslo: a todos nos va mal en el amor y muchos no lastimamos a nuestras nuevas parejas por eso. Para eso existe la terapia.
En fin, esta pequeña lista es solo un poco de las muchísimas cosas más de las que me di cuenta a la mala. Escribirlo es fácil —y hasta obvio, dirán algunos— porque hay un sin fin de rasgos de “inmadurez” en todo lo que expresé anteriormente, pero experimentarlo no es tan fácil y con frecuencia permitimos cosas bajo la excusa de que lo hacemos “por amor”.
El enamoramiento es una cosa, pero el amor es otra, y uno se pierde sin querer. El amor es una decisión, es decirle al otro no te necesito, pero te prefiero; sin embargo, aun cuando lo digamos, tal vez la otra parte no lo quiera o quizá ni sepa cuidar el amor que le ofreces. Es en ese momento cuando debemos retirarnos por mucho que duela, porque ningún amor es más importante que la dignidad y la felicidad personal.
También durante mi terapia me di cuenta de que el amor no es el valor más importante en la vida. El amor de pareja es diferente: exige respeto y libertad para la individualidad, pero al mismo tiempo conecta a dos personas que se eligen, que tienen gustos similares, les indignan los mismos hechos, tienen metas similares, etc. El amor, en efecto, es importante, pero hay valores más fundamentales, la justicia, el respeto, etc.
Lo que más he aprendido es a poner límites a los demás. No importa si amas o estás enamorada o enamorado de alguien, jamás permitas que la pareja traspase tus límites y no des todo tu amor a quien no es digno de merecerlo, a quien te lastima deliberadamente y no está dispuesto a cambiar. La tristeza y el enojo sirven para poner límites emocionales y ambas emociones son sumamente importantes para una relación sana.
Si has terminado una relación, lo más saludable es tomar tu tiempo para lidiar con tu duelo y pensar que afortunadamente pasó para permitirte aprender algo, para conocer tus propias fortalezas y debilidades y para enorgullecerte por todo el amor que eres capaz de dar. Porque sí, todo pasa y todo cambia, el dolor que sientes no es el fin del mundo y, créeme, todo estará bien.