Por Alfonso Díaz de la Cruz
Desde niño he tenido una imaginación muy prodigiosa y jamás ha significado una dificultad para mí el recrear a mi alrededor las cosas que cruzan por mi mente. Por poner un par de ejemplos diré que si acaso caía una llovizna veraniega cuando jugaba a ser un caballero o un vikingo que tenía que sortear alguna ciénega para llegar al castillo enemigo, era lo más normal del mundo para mí ver cómo todo a mi alrededor sufría una metamorfosis y el débil arroyuelo formado por la lluvia, el jardín trasero y la barda colindante con el jardín de la casa de al lado se convertían en una tupida ciénega, un campo de batalla y una muralla casi inexpugnable —siempre encontraba la manera de salir vencedor— de las que no pocas veces salía maltrecho, pues los proyectiles que recreaba en mi mente eran tan reales que me era muy difícil esquivarlos a todos y algunos lograban impactar mi rostro, torso o extremidades.
Naturalmente yo era consciente de que todo aquello era producto de mi florida imaginación, y bastaba con que yo decidiera poner fin al juego para que todo, al momento, volviera a la normalidad, salvo por algunos raspones y moretes que, claro está, no eran producto de los proyectiles sino del juego esperado de un niño que tiene sus aventuras imaginarias entre los árboles y el lodazal formado en su jardín. Sin contar dichas heridas de guerra, todo se transformaba al comenzar la aventura y todo tornaba a la realidad cotidiana al concluir los juegos. Daba igual si jugaba a los vikingos o si montaba mi caballo de madera para explorar el viejo oeste; todo se materializaba al momento y las aventuras eran la mar de reales.
A los astronautas jugaba poco, pero cuando lo hacía ocurría lo mismo. No era algo que me emocionaba, puesto que los extraterrestres tardaban mucho —a veces horas— en aparecer y solía marearme durante el despegue. Sin embargo, flotar era maravilloso.
Con la lectura, cuando la descubrí, pasaba igual. Bastaba leer las dos primeras líneas de cualquier libro para que todo a mi alrededor transmutara y se convirtiera en el escenario leído. De mis viajes infantiles a través de la lectura, uno de los que más disfrutaba era, probablemente, el universo de Alicia en el País de las Maravillas. De la nada y sin tener que moverme en lo absoluto —esta era la ventaja que traía la lectura por sobre los juegos— surgían setas gigantes, inmensos tableros de ajedrez, castillos de naipes, jardines y campos de críquet, además de los conocidos personajes a quienes veía vivir sus aventuras in situ. Lo mejor de todo es que durante la lectura me encontraba siempre libre de lesiones accidentales pues, como no tenía que moverme, bastaba con cerrar el libro para que la aventura terminara y todo volviera a la normalidad.
Desde que era niño siempre ha sido así y, aunque con los años perdí esa habilidad imaginativa en los juegos, por el contrario, se vio considerablemente incrementada en mis lecturas, que han sido muchas, y vaya que he disfrutado las creaciones que de los escenarios literarios he generado en todos mis años de vida.
Siempre ha sido así, repito. Me es algo natural. Es por ello que no me asusté en lo absoluto cuando, al estar leyendo los cuentos de Asimov, la taza en la que bebía mi té, el cenicero con el cigarro consumiéndose, el plato de comida de mis perros (que afortunadamente se encontraban en ese momento en la clínica veterinaria) y todo a mi alrededor comenzó a levitar, entrando a un estado de ingravidez propio de la ciencia ficción que leía en ese momento. Hasta la silla en la que me encontraba comenzó a elevarse —después de que el techo de la casa sufriera el mismo efecto— uno, dos, diez metros quizás, trayéndome de golpe recuerdos de mis esporádicos juegos como astronauta. La sensación era muy parecida y me dejé estar de esa manera durante unos cuarenta y cinco minutos aproximadamente, hasta que, finalizando un cuento, cerré el libro de golpe y, al momento, la taza, el cigarrillo, el cenicero, el plato de comida de los perros y yo nos precipitamos estrepitosamente al interior de la casa, que se cerró con el estruendoso crujido que hizo el techo al desplomarse sobre la casa misma.
No recuerdo nada más. Cuando abrí los ojos desperté en esta cama de hospital. Intubado, enyesado, con múltiples lesiones, fracturas y dolores, pero vivo. De milagro estoy vivo.
La caída fue real. Sé que suena como el delirio de un chiflado, consecuencia del traumatismo vivido, y que lo mandaron aquí, doctor, para poder determinar, con su impresión diagnóstica, si necesito que me trasladen al área de psiquiatría. Pero usted sabe que no miento, puesto que usted me vio, ¿verdad, doctor? Si usted no me hubiera visto, no lo creería, pero me vio.
Además, esa herida que tiene en su brazo izquierdo no es fortuito ni accidental. El arma con la que se originó esa lesión ni siquiera existe en estos tiempos, ¿cierto? Esa herida se la ocasionó en la lectura de un libro que aún no concluye. A usted también le pasa, doctor, ¿o me equivoco?