Nota Web | Abril | 2022
Por Aldo García Ávila
A Isabel Zamora Salazar
La toma de decisiones es uno de los asuntos más difíciles a los que nos enfrentamos día a día. Una decisión puede ser tan sencilla como el solo acto de elegir qué se va a desayunar o tan trascendente como escoger una carrera profesional. En uno y otro caso, nuestra existencia corre el riesgo de cambiar su rumbo definitivamente, para bien o para mal. Después de todo, no sabemos lo que encontraremos en el camino a la tienda de la esquina cuando decidimos ir por unas papitas: quizá encontremos al amor de nuestra vida o tal vez a la muerte misma.
La diferencia entre tu decisión y la nuestra —decía un sabio— es la experiencia, pero no tienes que confiar en eso. Elige creer en ti mismo, o bien, creer en el equipo y en mí. No lo sé. Nunca lo sé. Puedo creer en mis propias habilidades o en las decisiones de mis compañeros en quienes confío; sin embargo, nadie puede saber cómo terminará todo. Entonces, elige por ti mismo cualquier decisión de la que acaso te arrepientas menos.
Nadie nos enseña cómo tomar decisiones y —en estricto sentido— tampoco existen manuales que nos lleven a elegir algo con total certeza y ante cualquier circunstancia. Si bien casi siempre cabe la posibilidad de anticipar escenarios, visualizar resultados e identificar causas y consecuencias, lo cierto es que en todo momento está presente un factor de incertidumbre, un ingrediente que pone en riesgo el pronóstico esperado. La pandemia que vivimos en la actualidad es una prueba de ello, pues derrumbó no pocos análisis en todos los ámbitos: político, económico, social, cultural, etc. Tal vez lo único que nos quede luego de tomar una decisión es la espera de que las acciones elegidas nos conduzcan al resultado o, cuando menos, nos acerquen a él.
Líneas arriba, cité las palabras de un sabio, a propósito de la importancia de confiar en las decisiones que tomamos. Debo reconocer que no me refería a un sabio y que, además, se trata de una persona que ni siquiera existe en realidad. Las palabras pertenecen al personaje ficticio Levi Ackerman, de la historia Shingeki no Kyojin, del mangaka japonés Hajime Isayama. Así es, lo que leímos proviene de un manga que posteriormente fue convertido en anime, esas caricaturas que desde hace algunos años han cautivado a millones, en especial, al público joven.
Mi intención —contrario a lo que pudiera pensarse— no era hablar de la toma de decisiones, sino de la importancia de la ficción, un espacio en el que podemos encontrarnos cara a cara con las más profundas preocupaciones del ser humano, como lo es, precisamente, la toma de decisiones. Las historias de ficción tienen cientos de facetas, quizá las obras literarias sean las que aporten el mayor prestigio a quien se acerca a ellas, pero también están las clásicas novelas de la televisión, series, cine, teatro, dibujos animados y, por supuesto, cómics y mangas.
El manga y el anime tienen una peculiaridad frente a otros géneros de ficción: existe un profundo rechazo hacia ellos por parte de ciertos sectores. No son pocos quienes critican con dureza estos géneros, aun sin haber tenido un acercamiento a las historias y contenidos que presentan. La primera aversión surge luego de constatar que se trata de “caricaturas”, pues, ¿qué adulto perdería el tiempo con este tipo de entretenimiento? Al respecto, John Lasseter, el genio detrás de Toy Story, afirma que la animación es solo un medio para contar una historia, no solo a los más pequeños, sino también a los adultos. Ahí están, por ejemplo, BoJack Horseman, South Park o The Simpsons, cuyos contenidos están lejos de ser para niños y nos ofrecen, además, una visión crítica, mordaz, satírica e irónica de lo que el ser humano hace o deja de hacer. La animación no es un género; es una herramienta para contar una historia de cualquier género.
En el caso de los animes, además de tratarse de caricaturas, el repudio se dirige hacia la infantilización que muestran algunas escenas o la singularidad de sus artes, por citar solo algunos aspectos; sin embargo, una vez más, no hay mucha diferencia entre las historias que, en su momento, relató Walt Disney a través de sus animaciones o las que produjeron los hermanos Warner, animaciones que nos fascinan por igual a pesar de lo descabelladas, burdas e insólitas que puedan parecernos, pues por igual nos provocan una sonrisa o una que otra lágrima.
Paul Auster afirma que desde la infancia tenemos necesidad de que nos cuenten historias. Más de alguno de nosotros recordará las historias de sobremesa o el cuento antes de ir a la cama. Muchas de esas historias —continúa Auster— son sórdidas: hay traiciones, muertes, brujas y otros seres monstruosos; sin embargo, mediante ellas, tenemos la inigualable oportunidad de acercarnos a nuestros miedos y angustias más profundas, pero desde un entorno en el que nos encontramos protegidos. Esa es la magia de un relato de ficción: nos lleva a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos. Con las reservas que cada historia amerite, casi en cualquier relato de ficción es posible encontrar la más profunda sabiduría; la explicación a ese sentimiento que no acaba de encontrar forma; el motivo para llorar ese llanto que quedó atrapado en la garganta o, claro, la risa necesaria para sobrevivir a la realidad. Tal vez por eso nos gustan tanto las historias que no existen, pues a través de nuestros ojos, de nuestra mirada, esas historias atrapadas en el papel cobran existencia.